• Ayer – Gracias a ustedes (por
Patricia Rodolfo)
¿Qué es el feminismo? ¿Qué es ser feminista? Tengo 53 años, no sé qué
responder, y no quiero caer en la definición del diccionario o repetir lo que
escucho por ahí.
Acercarme por primera vez a una reunión de mujeres, para hablar sobre
feminismo y el cambio que está viviendo esta sociedad, donde las mujeres pueden
decir NO y BASTA y empiezan a ser escuchadas, hace que me replantee gran parte
de mi vida.
Escucho hablar a chicas, mujeres, de veintipico, treinta años y me doy
cuenta que no sé nada, que viví mal, que muchas de las cosas que pasaban en mi
casa o en la escuela no estaban bien.
Machismo, patriarcado, sororidad, feminismo, son palabras que no
formaban parte de mi vocabulario y me escucho rara cuando las digo. Sé que esta
sociedad es machista y fui educada en esta sociedad, donde te lastimaban,
mucho, pero no lo podías decir porque si lo hacías, era tu culpa. Hoy formo
parte de un espacio donde se puede hablar y ser escuchada.
Y como sé que me van a escuchar, quiero pedirles que si me expreso en
forma inadecuada o digo algo que no está bien, me miren con una sonrisa y me
digan que estoy equivocada; necesitamos ser solidarias y respetuosas entre
nosotras, porque nosotras también podemos ser intimidantes y crueles.
A mí me resulta difícil encontrar con quién hablar sobre estos temas,
escucho decir a hombres y mujeres que el feminismo es una moda, que ya se nos
va a pasar. Por suerte hoy, gracias a ustedes, sé que no es así.
Como dije, tengo mucho que aprender, pero sobre todo tengo que aprender
a vivir.
• Hoy – Siempre me dolieron (por
Camila Sandoval)
Cuando digo siempre, me refiero a las incontables veces que la vi
llegar a casa después de las seis, las siete, las ocho a seguir haciendo para
que nosotres, sus hijes, pudiéramos comer, o ir al colegio como personas
felices.
Ella no sabía vivir sin sufrir, porque atravesar el túnel que nos quema
hasta la respiración cuando no hay certeza de que la bocanada de aire fresco
vaya a encontrarnos al final, sí que es aterrador.
Siempre me dolieron.
Hablo sobre la cantidad de veces que la vi llorar, sin ganas, sin saber
para dónde ni cómo, pero también de aquellas en las que estuvo en la tribuna
esperando mi sonrisa. Todos los martes y jueves me enseñaba que la alegría de
alguien más puede salvarnos de los dolores de panza y los calambres a la
madrugada, pero nunca de la honda tristeza por una vida entera sin decir.
Siempre me dolieron.
Incluso cuando la veía reír, porque temía que ese momento fuera
demasiado corto para barrerle las angustias o demasiado largo para dejarle un
vacío mucho más grande cuando se fuera del todo y volviera la soledad más
mugrosa de todas las soledades: la que es en compañía.
Sus ojos siempre me dolieron.
Y no eran sólo los suyos. También eran los de mis amigas mientras me
contaban cómo las habían manoseado en el subte o cuando recordaban con gracia
el pasado que naturalizaron para sobrevivir. Eran los de la chica que me dijo
que su papá le pegaba a ella y a su mamá y que lo único que quería era matarlo.
También los de mi compañera periodista cuando me preguntaba cómo hacer para que
los hombres de la redacción dejaran de acosarla. Eran los míos.
Mis ojos siempre me dolieron.
Pero ahora son miles. Millones de ojos que no pueden esperar ni un
segundo más para que los entiendan sin que haga falta decir. Y entonces se
amontonan cada vez más, y fruncen el ceño, y lloran, y se achinan, y se llenan
de glitter. Porque ese brillo colorido tiene el poder de devolvernos la alegría
y la ternura que siempre nos robaron. Hoy pienso que la revolución en la que
creo no es sólo desde acá y hacia adelante. También es para atrás. Y por eso no
hago más que leer sus enojos, sus ataques de llanto, sus vergüenzas más
profundas, sus sonrisas incómodas, su cuerpo dolorido, su tono de voz, su
mirada perdida.
Es que hoy el feminismo para mí, es entender los ojos de mi mamá.
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