domingo, 12 de abril de 2020

Ayer y hoy, no es no

• Ayer – Gracias a ustedes (por Patricia Rodolfo)

¿Qué es el feminismo? ¿Qué es ser feminista? Tengo 53 años, no sé qué responder, y no quiero caer en la defi­nición del diccionario o repetir lo que escucho por ahí.

Acercarme por primera vez a una reunión de mujeres, para hablar sobre feminismo y el cambio que está viviendo esta sociedad, donde las mujeres pueden decir NO y BASTA y empiezan a ser escuchadas, hace que me replantee gran parte de mi vida.

Escucho hablar a chicas, mujeres, de veintipico, treinta años y me doy cuenta que no sé nada, que viví mal, que muchas de las cosas que pasaban en mi casa o en la escuela no estaban bien.

Machismo, patriarcado, sororidad, feminismo, son palabras que no formaban parte de mi vocabulario y me escucho rara cuando las digo. Sé que esta sociedad es machista y fui educada en esta sociedad, donde te lastimaban, mucho, pero no lo podías decir porque si lo hacías, era tu culpa. Hoy formo parte de un espacio donde se puede hablar y ser escuchada.

Y como sé que me van a escuchar, quiero pedirles que si me expreso en forma inadecuada o digo algo que no está bien, me miren con una sonrisa y me digan que estoy equivocada; necesitamos ser solidarias y respetuosas entre nosotras, porque nosotras también podemos ser intimidantes y crueles.

A mí me resulta difícil encontrar con quién hablar sobre estos temas, escucho decir a hombres y mujeres que el feminismo es una moda, que ya se nos va a pasar. Por suerte hoy, gracias a ustedes, sé que no es así.

Como dije, tengo mucho que aprender, pero sobre todo tengo que aprender a vivir.


• Hoy – Siempre me dolieron (por Camila Sandoval)

Cuando digo siempre, me re­fiero a las incontables veces que la vi llegar a casa después de las seis, las siete, las ocho a seguir haciendo para que nosotres, sus hijes, pudiéramos comer, o ir al colegio como personas felices.

Ella no sabía vivir sin sufrir, porque atravesar el túnel que nos quema hasta la respiración cuando no hay certeza de que la bocanada de aire fresco vaya a encontrarnos al ­final, sí que es aterrador.

Siempre me dolieron.

Hablo sobre la cantidad de veces que la vi llorar, sin ganas, sin saber para dónde ni cómo, pero también de aquellas en las que estuvo en la tribuna esperando mi sonrisa. Todos los martes y jueves me enseñaba que la alegría de alguien más puede salvarnos de los dolores de panza y los calambres a la madrugada, pero nunca de la honda tristeza por una vida entera sin decir.

Siempre me dolieron.

Incluso cuando la veía reír, porque temía que ese momento fuera demasiado corto para barrerle las angustias o demasiado largo para dejarle un vacío mucho más grande cuando se fuera del todo y volviera la soledad más mugrosa de todas las soledades: la que es en compañía.

Sus ojos siempre me dolieron.

Y no eran sólo los suyos. También eran los de mis amigas mientras me contaban cómo las habían manoseado en el subte o cuando recordaban con gracia el pasado que naturalizaron para sobrevivir. Eran los de la chica que me dijo que su papá le pegaba a ella y a su mamá y que lo único que quería era matarlo. También los de mi compañera periodista cuando me preguntaba cómo hacer para que los hombres de la redacción dejaran de acosarla. Eran los míos.

Mis ojos siempre me dolieron.

Pero ahora son miles. Millones de ojos que no pueden esperar ni un segundo más para que los entiendan sin que haga falta decir. Y entonces se amontonan cada vez más, y fruncen el ceño, y lloran, y se achinan, y se llenan de glitter. Porque ese brillo colorido tiene el poder de devolvernos la alegría y la ternura que siempre nos robaron. Hoy pienso que la revolución en la que creo no es sólo desde acá y hacia adelante. También es para atrás. Y por eso no hago más que leer sus enojos, sus ataques de llanto, sus vergüenzas más profundas, sus sonrisas incómodas, su cuerpo dolorido, su tono de voz, su mirada perdida.


Es que hoy el feminismo para mí, es entender los ojos de mi mamá.

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