martes, 7 de abril de 2020

Leer no tiene precio


Cinco historias gratuitas escritas por Luz Panizzi, Leandro Ramos y Martín Estévez.

Ilustración de tapa: Leandro Ramos.


• Insomnio (por Luz Panizzi)

Cuando no se puede dormir no es casual. Es molestia, es rencor, es vacío, es violencia, es tristeza, es dolor.
Incapacidad. Es verdad. Nada alimenta, nada regenera. Todo duele. No se quiere nada, se quiere todo. No se encuentra.
Ella no está acá y no está allá. No es amor. Pero necesita. Abrazo, té, flor. Se siente en el cuerpo, perturba,
revuelve y dispersa.
Transición. Final. Todo se destruye, todo entristece, nada se siente. Pero es la verdad.
El sueño no acaricia, da golpes en la cabeza y en los brazos y en la espalda.
Como los días de sólo nubes. No sol, no lluvia. Ni frío, ni calor. Nubes. Y grasas.
En la cama hace calor y afuera hace frío.
Dale, vení por mí, por favor. Es un desastre adentro mío. No hay truenos, pero sí resplandor.
Hay desencuentros pero no hay temor.
No hay pertenencia, no hay palabras, hay dolor.
Llegan las lágrimas, hay salvación.
Hay miedo cuando hay cambio.
No estés triste, ya cambió.


• Amigos (por Martín Estévez)

Ocho amigos se juntaban cada tanto en un bar. Existió una ocasión en la que uno de ellos tardó mucho en llegar. Y, durante la espera, los otros siete descubrieron que no sabían su nombre. Que nunca lo había dicho y que, si lo había hecho, nunca lo habían escuchado. Más aún: ninguno de los siete recordaba cómo se había sumado al grupo de amigos, o por qué. Nadie lo había visto en otro lugar que no fuera el bar. A July, una de las chicas, le pareció haber oído que vivía en Villa Tesei, pero no sabía dónde lo había escuchado. Nadie lo comprobó.

Esa conversación terminó y, minutos después, él llegó, pero sus amigos ya estaban debatiendo si la remera del Morocho era de puto o no. Meses después, él dejó de ir a las reuniones de amigos, sin que nadie lo notara. Y, años después, los amigos dejaron de reunirse. También, sin que nadie lo notara.


• Big Bang (por Martín Estévez)

Todas las cosas empiezan alguna vez, y no necesariamente con un gran estallido. A veces empiezan con una casualidad, con una protesta, con un intercambio. A veces empiezan con una mirada, una lágrima, un desespero. A veces no empiezan nunca y no son nada.

A veces no es necesario que empiecen: parecieran haber existido siempre. No recuerdo demasiados grandes comienzos en mi vida. Acostumbramos a recordar más los finales, por tristes, intensos o por cercanía temporal.

Alguna vez el universo empezó, pero nadie sabe cómo, cuándo ni dónde. Eso es absolutamente maravilloso. Raro, el Big Bang: suena como el amor.


• Religiones (por Martín Estévez)

La diversidad de religiones existente en el planeta es enorme. El estudio de cada una de ellas resulta casi imposible: demandaría años. Y 43 fueron los que le dedicó el teólogo finlandés Ayon Joma Tarongoy –desde 1950– a intentar comprender cada una de las religiones y creencias. “La vuelta a Dios en 43 años” llamaron a su odisea. Tarongoy anunció que el 15 de marzo de 1993 haría públicas sus conclusiones. Los estamentos religiosos estaban atentos: jamás hubo un análisis tan minucioso, desde tantos puntos de vista, y además apuntalado por un ateo confeso.

En Europa no prestaron atención al asunto. El grueso de la población de África no tuvo acceso a la información. En América, el nombre de Tarongoy es -aún hoy- absolutamente anónimo. Sus palabras nunca cobraron relevancia. ¿Qué dijo? Luego de dedicar cuatro horas de su conferencia a descubrir detalles de su búsqueda y sus emociones, llegaron sus más contundentes conclusiones.

Tarongoy afirmó que las religiones habían sido creadas para que las personas perdieran la fe. Sus estudios revelaron que el ser humano posee una intrínseca creencia en sí mismo, en los demás, en el bien y en la justicia. Y que históricamente los sectores más codiciosos formularon y reformularon teorías para disolver esas creencias y transformarlas según su conveniencia. Enturbiaron la fe de la gente hasta hacerla inútil, hasta convertirla en odio. Dijo que cada acción de cada entidad religiosa del planeta formaba parte de una idea dictaminada desde hace siglos por aquellos poderosos grupos. Pero que luego ese alejamiento de la fe natural se intensificó tanto que no fue necesario que nadie lo empujara hacia adelante. Que la creación de las religiones tenía un fin, y ese fin se había logrado: que el hombre perdiera la fe.

Lo más sorprendente fue la culminación de la conferencia de Tarongoy: le agradeció a Dios por cada milagro que había vivido durante esos 43 años, por cada hombre con verdadera fe al que había podido conocer, por permitirle crear su propia fe. “Creer en la religión es descreer de Dios”, dijo, y agachó la cabeza.

Le dieron poca importancia a su trabajo. Se habló de herejía y blasfemia. Sólo cuatro grupos religiosos menores se animaron a revisar análisis, datos y conclusiones de Tarongoy. No se hicieron anuncios oficiales, pero tres de esas religiones se disolvieron; dejaron de existir. Tarongoy murió en 1997, quedando sus escritos en manos de su único hijo.

En 2003, doce mil filipinos habían aceptado las teorías de Tarongoy como verdades. Se rehusaban a ser denominados bajo un mismo nombre, a reunirse en sitios determinados, a seguir cualquier principio religioso existente. En la actualidad, se conoce a ese movimiento como tarongoyismo. Ayon Tarangoy, sin quererlo, había creado otra religión.


• Ho y Shu (por Leandro Ramos)

Ho y Shu nacieron en las afueras de Nantong. Junto a otros, ellos segaban arroz en los campos. Ho era de brazos fuertes y perseverantes como los del buey y nadie como él soportaba el peso de la labor durante los meses estivales. Como el oscuro búho, Ho no dormía. Entre sol y sol, y durante noches de sombras y ayuno,
Ho segaba arroz hasta los lindes que sobrepasaban la vista de cualquier hombre. Ho había sido búho y buey.

Mientras a Ho lo refrescaba el rocío de cada mañana, a Shu el sudor propio le empapaba la frente. A Shu todos lo reconocían por las melodías que sus movimientos perpetraban en el aire. Sucedía que Shu era tan veloz que su hoz silbaba al surcar el estático espacio entre espiga y espiga concertando armonías imposibles. A él, el trabajo le aceleraba el pulso de su corazón y le hacía creer en Dios. El vuelo de sus brazos imitaban al ibis y sus pies se adelantaban como los de la liebre. Shu había sido ave y liebre.

Ho y Shu nacieron en las afueras de Nantong. No era la primera vez que lo hacían. En su Existir, las vidas y sus nacimientos eran estaciones pasajeras.

Ho conocía el sabor de la madera de sauce y el olor del Nilo. Había mudado cinco veces sus escamas y supo habitar durante cinco días en la cabeza apiojada de un niño.

Shu sabía tejer telas pegajosas en los rincones y aullar en las noches de luna. Además, consiguió permanecer mil años de pie encarnado en un viejo pino.


Memorias de inviernos largos, de muchos pelos y de vuelos incansables se confundían en sus cabezas. En un campo anónimo de China, ya no sabían si eran ellos mismos o el arroz que segaban.

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