Historias dentro de historias
es la 16ª publicación de Etiopía Cultura Libre. ¿Qué es Etiopía Cultura Libre?
Bueno, es también una historia dentro de otra historia.
Primero hay que hablar del Movimiento Etiopía, que nació en 2013. Es
una organización autogestiva (sin vínculos con partidos políticos o
instituciones religiosas) y horizontal (sin líderes, decidimos todo entre
todes) en la que consideramos que ya hay organizaciones geniales. Entonces no
hace falta crear nuevas, sino colaborar con las que existen: comedores y
espacios culturales comunitarios, bibliotecas y bachilleratos populares, medios
de comunicación independientes, acompañamiento a personas en situación de
calle, agrupaciones feministas, organizaciones medioambientales, ferias
gratuitas, espacios que denuncian casos de gatillo fácil y crímenes
sociales...
Cuando buscamos una editorial que luchara por publicar lo que
escribiera cualquier persona y regalarlo (¿qué difícil, no?), no la
encontramos, entonces creamos Etiopía Cultura Libre, en la que entre todes
construimos publicaciones que se reparten gratuitamente en las actividades en
las que Etiopía participa y en etiopiaculturalibre.blogspot.com. La que tenés
en las manos es una de esas publicaciones.
Si querés sumarte al Movimiento Etiopía o a Etiopía Cultura Libre,
escribinos por Facebook, Instagram o Twitter (buscá “Movimiento Etiopía” y
aparecemos) o por mail: movimientoetiopia@hotmail.com
• ¿Quiénes construyeron esta publicación?
A Patricia Rodolfo, que escribió uno de los textos, nunca le gustaron
los apodos. Siempre llama a las personas por su nombre. Si le ponían un apodo,
¡la que se armaba!, inmediatamente corregía: “Mi nombre es Patricia”. Hasta que
un día alguien le dijo “Pato” y no le molestó. Claro: tiempo después se
convirtió en su mejor amigo.
Martín Estévez diseñó esta publicación aunque no sabe nada de diseño.
No es raro: le encanta hacer cosas que no sabe hacer. Es el compañero que ante
cualquier problema que surge, inventa una nueva regla para cumplir, hasta que
son tantas que no las recordamos. No tiene apodo fijo: estamos esperando que
Patricia le invente uno.
Josefina Cabrera (le decimos Jóse con acento en la O aunque a la RAE no
le guste) fue parte de Etiopía en 2016, y de 2018 hasta ahora. Nadie se animó a
preguntarle qué pasó en 2017, pero ya lo descubrimos: se encerró durante un año
a leer un total de 3.714 libros, que cuenta en talleres de literatura, en
escuelas secundarias, en cumpleaños familiares, en paradas de colectivo y
también en estas páginas.
Diego Borello escribió el último texto, en el que lamentablemente no
cuenta que tiene el record de días consecutivos en actividades comunitarias
(¡12!), que anduvo en camello, ni que es una especie de biólogo filosófico con
guitarra, o guitarrista biológico con filosofía, o filósofo guitarrero
biologicista. Cuando decida qué es exactamente, decidiremos su apodo.
• El Heptamerón (1558), de Margarita de
Navarra (1492-1549)
Por Josefina Cabrera
La estrategia literaria de la narración enmarcada (insertar historias
dentro de historias) ha sido muy utilizada en la literatura, desde la
Antigüedad hasta nuestros días, en grandes novelas y en textos breves. La
Odisea, la Metamorfosis de Ovidio y Las mil y una noches son algunos de los
textos más conocidos que utilizan este recurso, junto con El Decamerón de
Boccaccio (siglo XIV). En este último, un grupo de diez jóvenes de la alta
sociedad (tres hombres y siete mujeres) se pone a salvo de la peste bubónica en
un lugar hermosísimo y, para pasar el tiempo, cuentan distintas historias en el
transcurso de diez días.
En el siglo XVI, siguiendo el modelo de El Decamerón, Margarita de
Valois y Angulema (reina de Navarra) escribe el Heptamerón (siete días). Para
esta autora, los personajes femeninos de Boccaccio resultaban ofensivos;
pensaba que, si los hombres, como Bocaccio con El Decamerón, escribían
historias que ponían en ridículo a las mujeres, alguien debía escribir
historias en las que se pusiera en ridículo a los hombres.
En la obra de Margarita, publicada por vez primera nueve años después
de la muerte de la autora, un grupo de nobles cuenta historias mientras esperan
que pase una gran tormenta. Como en El Decamerón, la mayoría de los relatos son
de tipo amoroso. Destaco la narración V, en la que hay una fuerte crítica a los
franciscanos: “Los franciscanos que querían violar a una batelera”.
En esta narración, un grupo de monjes está decidido a mantener
relaciones sexuales con una batelera (mujer que conduce un batel, embarcación
más pequeña que un bote): “Pero ellos no quisieron admitir la vergüenza del
rechazo de la mujer y decidieron tomarla por la fuerza o, si se negaba, la
tirarían al rio”. La batelera engaña a los franciscanos y logra escapar. Desde
lejos, les grita: “Esperad, señores, que os consuele el ángel del Señor, que de
mí no vais a obtener nada”. Cuando los hombres del pueblo se enteran del
intento de violación, deciden cazar a los franciscanos. Comentan, indignados: “Estos
buenos padres nos predican la castidad y después se la arrebatan a nuestras
mujeres. Son sepulcros blanqueados por fuera pero están podridos por dentro”.
¿Cómo termina la historia? Los frailes fueron cazados, pero llegó su
superior a liberarlos asegurando que recibirían un duro castigo: repetir muchas
oraciones. A un juez le pareció
razonable y los frailes fueron encomendados a Dios Padre todopoderoso.
Esta y otras narraciones de El Heptamerón están disponibles en:
• Recordando a Buenojito
Por Patricia Rodolfo
De pequeña iba todos los veranos a visitar a mi prima May. Ella era
cinco años menor, tenía muchos libros de cuentos y le gustaba mucho que se los
leyera. No solo los leíamos: también copiábamos sus dibujos. Recuerdo que mi
tía nos daba los papeles que venían en las cajas de los zapatos y allí nosotras
realizábamos nuestras obras de arte.
Había un cuento en particular que le gustaba mucho. Se lo leí tantas
veces que me lo aprendí de memoria y hasta podría describir qué dibujo había en
cada página. Hoy quiero compartirlo con ustedes. Quizás algune ya lo conozca. Y
a quien nunca lo leyó, espero que le guste tanto como a nosotras.
Buenojito y sus pestañas
Este duende Buenojito
tiene al pie de la montaña
una casa de hojas secas
con techo de telaraña.
Usa el duende una chaqueta
y un sombrerito rojo
y además largas pestañas
milagrosas en sus ojos.
Sube y baja, baja y sube
Buenojito sus pestañas
y así limpia el rocío
de su rosa tempranito.
Una noche en la casita
de aquel duende se metió
un ladrón, que horror de horrores
sus pestañas le robó.
El duende y la mariposa
preguntan por el ladrón,
no saben nada las flores,
ni el conejo, ni el ratón.
¿Y qué fue de aquella rosa?
La rosa se resfrió,
pero dijo que al bandido
¡atchís! ella si lo vio.
Las robó la niña fea
y a sus ojos la prendió.
Pronto entonces Buenojito
a buscarlas disparó.
Vive allí la niña fea,
en la altísima montaña,
sal afuera, picarona,
dame pronto mis pestañas.
Salió pues la niña fea
y se las devolvió llorando
con ellas no soy tan fea
y a mí que me gustan tanto.
Sube y baja, baja y sube
Buenojito sus pestañas
y así convirtió a la niña
en hada de la montaña.
• Historias en clave femenina
Por Josefina Cabrera
En su libro La ciudad de las Damas (1405), Christine de Pizan (1364- c.
1430), la primera escritora profesional identificada, nos presenta las
historias, en clave femenina, de más de cien mujeres reales y ficticias: las
Amazonas, María Magdalena, Lavinia, Safo, Blanca de Castilla, Jantipa, Ceres,
Medea, Hero, Dido, Catalina de Alejandría, Margarita de Antioquía y muchas
otras.
En pocas palabras, la obra trata sobre la construcción de una ciudad
ficticia, ideal, alegórica dirigida por Razón, Rectitud y Justicia y habitada
sólo por mujeres. Todas estas historias insertadas, las biografías de distintas
“damas” mitológicas e históricas, funcionan como ejemplos que refutan
prejuicios y argumentos misóginos que imperaban en la época.
Por su participación activa en la defensa de las capacidades
intelectuales de las mujeres, se considera a la autora como “una de las
primeras feministas”, “protofeminista” o “precursora del feminismo occidental”.
Fragmento de “De Timareta la pintora, de Irene, otra pintora, y de
Marcia la Romana”:
“Estarás convencida, al menos así lo espero, de que las mujeres pueden
aprender e inventar ciencias puras. Tienen la misma facilidad para formarse en
las artes manuales y ejecutarlas hábilmente. Tenemos el ejemplo con Timareta,
cuyo talento en el arte y la técnica de la pintura hizo de ella la pintora más
grande de su tiempo. Boccaccio cuenta que era hija del pintor Micón y que nació
en la época de la Olimpiada que hacía el número noventa. Se llamaba ‘Olimpiada’
a la fiesta donde se celebraban juegos a cuyos vencedores se les concedía lo
que pidieran, dentro de lo razonable. Fundadas por Hércules, en honor de
Júpiter, tenían lugar cada seis años. La celebración de la primera Olimpiada
marca para los griegos el principio de su era histórica; como el nacimiento de
Cristo para los cristianos.
Timareta abandonó todas las ocupaciones comunes a las mujeres y se
dedicó con gran ingenio al arte de su padre. Durante el reinado de Aquelaos de
Macedonia, alcanzó tanta fama que los efesios, que adoraban a Diana, le rogaron
que pintara una tabla con la efigie de la diosa. Esa imagen es una verdadera
obra maestra y da la medida del genio de Timareta. Sobrevivió largo tiempo como
objeto de veneración y sólo se exponía en la fiesta solemne de la diosa.
Otra mujer griega, llamada Irene, alcanzó gran maestría en el arte de
pintar, sobrepasando a los artistas de su tiempo. Era discípula del pintor
Cratevas, pero ella, con sus excepcionales dotes y aplicación, logró pronto
superar a tan consumado maestro.
Sus coetáneos la tenían por una mujer prodigiosa, hasta el punto de
hacerle una estatua que la representaba pintando, según costumbre de los
antiguos de rendir homenaje a quienes destacaban en algún campo -el saber, la
fuerza, la belleza o algún talento- y de perpetuar su memoria colocando su
estatua lugares de honor”.
La obra completa puede encontrarse en: https://seminariolecturasfeministas.files.wordpress.com/2012/01/la-ciudad-de-las-damas-texto.pdf
• Un consejo literario
Por Diego Borello
No pierdas el tiempo pensando, viví, hacé.
Esas fueron las palabras que me sacaron de un recurrente lapso,
palabras de una persona recién conocida, pero que pareció entender, por una
breve charla anterior, mis pensamientos. “Te voy a contar algo que leí hace
rato”, me dijo. Creo que el título era Los rayos de la luna o algo así (*).
El cuento hablaba de un hombre al que le gustaba mucho la soledad. Se
la pasaba pensando, imaginando cosas, formas, hadas, mujeres misteriosas
(supongo que se aburría del mundo), cosas que no podía entender. Él soñaba,
soñaba el amor, pero no podía sentirlo. Amaba un poco a todas las mujeres por
sus labios, por su pelo, por sus ojos. Pensaba, soñaba, a veces se pasaba la
noche mirando la luna, imaginando que mujeres hermosas podrían vivir sobre ella
si es que eso era posible, y se preguntaba cómo sería su amor, o si quizás
estaba un poco loco.
Una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores
apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso
y transparente, este hombre salió a caminar movido por sus arranques de poesía
o locura. Atravesando un puente cruzó un río y cerca de la medianoche, cuando
la luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo,
entró en un oscuro bosquecito de álamos que conducía a la margen del río. El
hombre, de golpe, soltó un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de
temor y de alegría. En el fondo del bosque oscuro había visto agitarse una cosa
blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de
una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el
follaje, en el mismo instante en que él entraba por entre los árboles.
“¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio! ¡A estas horas! Esa, esa es
la mujer que yo busco”, exclamó el hombre y corrió a buscarla.
Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las
ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy
lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una
claridad o una forma blanca que se movía.
“¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y escapa como una
sombra!”, dijo, y se precipitó en su búsqueda, separando con las manos las
redes de hiedra que se extendían de unos en otros álamos. Llegó por entre la
maleza y las plantas hasta un claro que iluminaba la claridad del cielo.
¡Nadie! “¡Ah, acá va!” exclamó. Escucho sus pisadas sobre las hojas secas, y el
crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; corría y
corría como un loco y no la veía. “Pero siguen sonando sus pisadas —murmuró
otra vez— creo que habló; no hay duda. El viento que suspira entre las ramas;
las hojas, que parece que rezan en voz baja, no me dejan escuchar bien; pero no
hay duda”. Y volvió a correr, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla.
Así continuó por horas, escuchando con atención los ruidos,
entendiéndolos como indicios para seguir la búsqueda, los persiguió, abandonó
el bosque, llegó a la ciudad e incluso espero durante horas en la puerta de una
casa pensando que allí vivía la misteriosa mujer, pero no fue esto cierto.
Partió nuevamente en su búsqueda, recorriendo la ciudad sin sentido,
noche y día. Hasta que, ya desesperado, luego de dos meses, volvió al bosque a
buscarla. Mientras caminaba, imaginaba cómo sería esta mujer, embelleciéndola
en su fantasía cada vez más, como si ella fuera su complemento en todos los
aspectos. De golpe, le parece verla. Corre y corre feliz y desesperado, corre
en su busca, llega al sitio en donde la vio desaparecer; pero al llegar se
detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un
ligero temblor nervioso agita su cuerpo, un temblor.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus
ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por
entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.
“¡No! ¡No! —exclamó el hombre, mucho tiempo después, cuando amigos y
familiares lo querían consolar—. No quiero nada... salir, distraerme...
mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas que formamos en
nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos a
buscarlos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna”.
“Creo que con el final de la historia te queda claro a lo que voy,
¿no?: no hay que amargarse por lo que fue o será, hay que tratar de no
desesperar—continuó—.No hay nada que nos asegure tranquilidad, amor o
felicidad; dejá de pensarlo porque te vas amargar”.
(*) El cuento es El rayo de luna,
de Gustavo Adolfo Bécquer.