sábado, 1 de agosto de 2020

Historias dentro de historias


 
Historias dentro de historias es la 16ª publicación de Etiopía Cultura Libre. ¿Qué es Etiopía Cultura Libre? Bueno, es también una historia dentro de otra historia.

Primero hay que hablar del Movimiento Etiopía, que nació en 2013. Es una organización autogestiva (sin vínculos con partidos políticos o instituciones religiosas) y horizontal (sin líderes, decidimos todo entre todes) en la que consideramos que ya hay organizaciones geniales. Entonces no hace falta crear nuevas, sino colaborar con las que existen: comedores y espacios culturales comunitarios, bibliotecas y bachilleratos populares, medios de comunicación independientes, acompañamiento a personas en situación de calle, agrupaciones feministas, organizaciones medioambientales, ferias gratuitas, espacios que denuncian casos de gatillo fácil y crímenes sociales... 

Cuando buscamos una editorial que luchara por publicar lo que escribiera cualquier persona y regalarlo (¿qué difícil, no?), no la encontramos, entonces creamos Etiopía Cultura Libre, en la que entre todes construimos publicaciones que se reparten gratuitamente en las actividades en las que Etiopía participa y en etiopiaculturalibre.blogspot.com. La que tenés en las manos es una de esas publicaciones.

Si querés sumarte al Movimiento Etiopía o a Etiopía Cultura Libre, escribinos por Facebook, Instagram o Twitter (buscá “Movimiento Etiopía” y aparecemos) o por mail: movimientoetiopia@hotmail.com

• ¿Quiénes construyeron esta publicación?

A Patricia Rodolfo, que escribió uno de los textos, nunca le gustaron los apodos. Siempre llama a las personas por su nombre. Si le ponían un apodo, ¡la que se armaba!, inmediatamente corregía: “Mi nombre es Patricia”. Hasta que un día alguien le dijo “Pato” y no le molestó. Claro: tiempo después se convirtió en su mejor amigo.

Martín Estévez diseñó esta publicación aunque no sabe nada de diseño. No es raro: le encanta hacer cosas que no sabe hacer. Es el compañero que ante cualquier problema que surge, inventa una nueva regla para cumplir, hasta que son tantas que no las recordamos. No tiene apodo fijo: estamos esperando que Patricia le invente uno.

Josefina Cabrera (le decimos Jóse con acento en la O aunque a la RAE no le guste) fue parte de Etiopía en 2016, y de 2018 hasta ahora. Nadie se animó a preguntarle qué pasó en 2017, pero ya lo descubrimos: se encerró durante un año a leer un total de 3.714 libros, que cuenta en talleres de literatura, en escuelas secundarias, en cumpleaños familiares, en paradas de colectivo y también en estas páginas.

Diego Borello escribió el último texto, en el que lamentablemente no cuenta que tiene el record de días consecutivos en actividades comunitarias (¡12!), que anduvo en camello, ni que es una especie de biólogo filosófico con guitarra, o guitarrista biológico con filosofía, o filósofo guitarrero biologicista. Cuando decida qué es exactamente, decidiremos su apodo.


El Heptamerón (1558), de Margarita de Navarra (1492-1549)

Por Josefina Cabrera

La estrategia literaria de la narración enmarcada (insertar historias dentro de historias) ha sido muy utilizada en la literatura, desde la Antigüedad hasta nuestros días, en grandes novelas y en textos breves. La Odisea, la Metamorfosis de Ovidio y Las mil y una noches son algunos de los textos más conocidos que utilizan este recurso, junto con El Decamerón de Boccaccio (siglo XIV). En este último, un grupo de diez jóvenes de la alta sociedad (tres hombres y siete mujeres) se pone a salvo de la peste bubónica en un lugar hermosísimo y, para pasar el tiempo, cuentan distintas historias en el transcurso de diez días.

En el siglo XVI, siguiendo el modelo de El Decamerón, Margarita de Valois y Angulema (reina de Navarra) escribe el Heptamerón (siete días). Para esta autora, los personajes femeninos de Boccaccio resultaban ofensivos; pensaba que, si los hombres, como Bocaccio con El Decamerón, escribían historias que ponían en ridículo a las mujeres, alguien debía escribir historias en las que se pusiera en ridículo a los hombres.

En la obra de Margarita, publicada por vez primera nueve años después de la muerte de la autora, un grupo de nobles cuenta historias mientras esperan que pase una gran tormenta. Como en El Decamerón, la mayoría de los relatos son de tipo amoroso. Destaco la narración V, en la que hay una fuerte crítica a los franciscanos: “Los franciscanos que querían violar a una batelera”.

En esta narración, un grupo de monjes está decidido a mantener relaciones sexuales con una batelera (mujer que conduce un batel, embarcación más pequeña que un bote): “Pero ellos no quisieron admitir la vergüenza del rechazo de la mujer y decidieron tomarla por la fuerza o, si se negaba, la tirarían al rio”. La batelera engaña a los franciscanos y logra escapar. Desde lejos, les grita: “Esperad, señores, que os consuele el ángel del Señor, que de mí no vais a obtener nada”. Cuando los hombres del pueblo se enteran del intento de violación, deciden cazar a los franciscanos. Comentan, indignados: “Estos buenos padres nos predican la castidad y después se la arrebatan a nuestras mujeres. Son sepulcros blanqueados por fuera pero están podridos por dentro”.

¿Cómo termina la historia? Los frailes fueron cazados, pero llegó su superior a liberarlos asegurando que recibirían un duro castigo: repetir muchas oraciones.  A un juez le pareció razonable y los frailes fueron encomendados a Dios Padre todopoderoso.

Esta y otras narraciones de El Heptamerón están disponibles en: 

Recordando a Buenojito

Por Patricia Rodolfo

De pequeña iba todos los veranos a visitar a mi prima May. Ella era cinco años menor, tenía muchos libros de cuentos y le gustaba mucho que se los leyera. No solo los leíamos: también copiábamos sus dibujos. Recuerdo que mi tía nos daba los papeles que venían en las cajas de los zapatos y allí nosotras realizábamos nuestras obras de arte.

Había un cuento en particular que le gustaba mucho. Se lo leí tantas veces que me lo aprendí de memoria y hasta podría describir qué dibujo había en cada página. Hoy quiero compartirlo con ustedes. Quizás algune ya lo conozca. Y a quien nunca lo leyó, espero que le guste tanto como a nosotras.

Buenojito y sus pestañas

Este duende Buenojito
tiene al pie de la montaña
una casa de hojas secas
con techo de telaraña.

Usa el duende una chaqueta
y un sombrerito rojo
y además largas pestañas
milagrosas en sus ojos.

Sube y baja, baja y sube
Buenojito sus pestañas
y así limpia el rocío
de su rosa tempranito.

Una noche en la casita
de aquel duende se metió
un ladrón, que horror de horrores
sus pestañas le robó.

El duende y la mariposa
preguntan por el ladrón,
no saben nada las flores,
ni el conejo, ni el ratón.

¿Y qué fue de aquella rosa?
La rosa se resfrió,
pero dijo que al bandido
¡atchís! ella si lo vio.

Las robó la niña fea
y a sus ojos la prendió.
Pronto entonces Buenojito
a buscarlas disparó.

Vive allí la niña fea,
en la altísima montaña,
sal afuera, picarona,
dame pronto mis pestañas.

Salió pues la niña fea
y se las devolvió llorando
con ellas no soy tan fea
y a mí que me gustan tanto.

Sube y baja, baja y sube
Buenojito sus pestañas
y así convirtió a la niña
en hada de la montaña.


• Historias en clave femenina

Por Josefina Cabrera

En su libro La ciudad de las Damas (1405), Christine de Pizan (1364- c. 1430), la primera escritora profesional identificada, nos presenta las historias, en clave femenina, de más de cien mujeres reales y ficticias: las Amazonas, María Magdalena, Lavinia, Safo, Blanca de Castilla, Jantipa, Ceres, Medea, Hero, Dido, Catalina de Alejandría, Margarita de Antioquía y muchas otras.

En pocas palabras, la obra trata sobre la construcción de una ciudad ficticia, ideal, alegórica dirigida por Razón, Rectitud y Justicia y habitada sólo por mujeres. Todas estas historias insertadas, las biografías de distintas “damas” mitológicas e históricas, funcionan como ejemplos que refutan prejuicios y argumentos misóginos que imperaban en la época.

Por su participación activa en la defensa de las capacidades intelectuales de las mujeres, se considera a la autora como “una de las primeras feministas”, “protofeminista” o “precursora del feminismo occidental”.

Fragmento de “De Timareta la pintora, de Irene, otra pintora, y de Marcia la Romana”:

“Estarás convencida, al menos así lo espero, de que las mujeres pueden aprender e inventar ciencias puras. Tienen la misma facilidad para formarse en las artes manuales y ejecutarlas hábilmente. Tenemos el ejemplo con Timareta, cuyo talento en el arte y la técnica de la pintura hizo de ella la pintora más grande de su tiempo. Boccaccio cuenta que era hija del pintor Micón y que nació en la época de la Olimpiada que hacía el número noventa. Se llamaba ‘Olimpiada’ a la fiesta donde se celebraban juegos a cuyos vencedores se les concedía lo que pidieran, dentro de lo razonable. Fundadas por Hércules, en honor de Júpiter, tenían lugar cada seis años. La celebración de la primera Olimpiada marca para los griegos el principio de su era histórica; como el nacimiento de Cristo para los cristianos.

Timareta abandonó todas las ocupaciones comunes a las mujeres y se dedicó con gran ingenio al arte de su padre. Durante el reinado de Aquelaos de Macedonia, alcanzó tanta fama que los efesios, que adoraban a Diana, le rogaron que pintara una tabla con la efigie de la diosa. Esa imagen es una verdadera obra maestra y da la medida del genio de Timareta. Sobrevivió largo tiempo como objeto de veneración y sólo se exponía en la fiesta solemne de la diosa.

Otra mujer griega, llamada Irene, alcanzó gran maestría en el arte de pintar, sobrepasando a los artistas de su tiempo. Era discípula del pintor Cratevas, pero ella, con sus excepcionales dotes y aplicación, logró pronto superar a tan consumado maestro.

Sus coetáneos la tenían por una mujer prodigiosa, hasta el punto de hacerle una estatua que la representaba pintando, según costumbre de los antiguos de rendir homenaje a quienes destacaban en algún campo -el saber, la fuerza, la belleza o algún talento- y de perpetuar su memoria colocando su estatua lugares de honor”.



• Un consejo literario

Por Diego Borello

No pierdas el tiempo pensando, viví, hacé.

Esas fueron las palabras que me sacaron de un recurrente lapso, palabras de una persona recién conocida, pero que pareció entender, por una breve charla anterior, mis pensamientos. “Te voy a contar algo que leí hace rato”, me dijo. Creo que el título era Los rayos de la luna o algo así (*).

El cuento hablaba de un hombre al que le gustaba mucho la soledad. Se la pasaba pensando, imaginando cosas, formas, hadas, mujeres misteriosas (supongo que se aburría del mundo), cosas que no podía entender. Él soñaba, soñaba el amor, pero no podía sentirlo. Amaba un poco a todas las mujeres por sus labios, por su pelo, por sus ojos. Pensaba, soñaba, a veces se pasaba la noche mirando la luna, imaginando que mujeres hermosas podrían vivir sobre ella si es que eso era posible, y se preguntaba cómo sería su amor, o si quizás estaba un poco loco.

Una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente, este hombre salió a caminar movido por sus arranques de poesía o locura. Atravesando un puente cruzó un río y cerca de la medianoche, cuando la luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, entró en un oscuro bosquecito de álamos que conducía a la margen del río. El hombre, de golpe, soltó un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de alegría. En el fondo del bosque oscuro había visto agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que él entraba por entre los árboles.

“¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio! ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco”, exclamó el hombre y corrió a buscarla.

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.

“¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y escapa como una sombra!”, dijo, y se precipitó en su búsqueda, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían de unos en otros álamos. Llegó por entre la maleza y las plantas hasta un claro que iluminaba la claridad del cielo. ¡Nadie! “¡Ah, acá va!” exclamó. Escucho sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; corría y corría como un loco y no la veía. “Pero siguen sonando sus pisadas —murmuró otra vez— creo que habló; no hay duda. El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, no me dejan escuchar bien; pero no hay duda”. Y volvió a correr, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla.

Así continuó por horas, escuchando con atención los ruidos, entendiéndolos como indicios para seguir la búsqueda, los persiguió, abandonó el bosque, llegó a la ciudad e incluso espero durante horas en la puerta de una casa pensando que allí vivía la misteriosa mujer, pero no fue esto cierto.

Partió nuevamente en su búsqueda, recorriendo la ciudad sin sentido, noche y día. Hasta que, ya desesperado, luego de dos meses, volvió al bosque a buscarla. Mientras caminaba, imaginaba cómo sería esta mujer, embelleciéndola en su fantasía cada vez más, como si ella fuera su complemento en todos los aspectos. De golpe, le parece verla. Corre y corre feliz y desesperado, corre en su busca, llega al sitio en donde la vio desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita su cuerpo, un temblor.

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.

Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.

“¡No! ¡No! —exclamó el hombre, mucho tiempo después, cuando amigos y familiares lo querían consolar—. No quiero nada... salir, distraerme... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos a buscarlos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna”.

“Creo que con el final de la historia te queda claro a lo que voy, ¿no?: no hay que amargarse por lo que fue o será, hay que tratar de no desesperar—continuó—.No hay nada que nos asegure tranquilidad, amor o felicidad; dejá de pensarlo porque te vas amargar”.

(*) El cuento es El rayo de luna, de Gustavo Adolfo Bécquer.