lunes, 6 de abril de 2020

Qué feliz es estar triste


Seis textos de Leandro Ramos y Martín Estévez

• Un vuelo (por Leandro Ramos)

Ya de grande, el pequeño continuaba volando de abajo hacia arriba y del piso al cielo. Aleteaba tanto que subía y, desde arriba de todo, reafirmaba un vuelo tan admirable que era muy mirado por todos. Era un picaflor.

Como tal, revolaba muchas flores de muchas plantas y su aleteo era casi el perfecto, es decir, siempre de abajo hacia arriba. Hacia el cielo.

Su amigo Martín, el pescador, le había enseñado que como las parejas que deciden ser infieles entre ellas, la vida de un picaflor acaba cuando decide negar su identidad infiel y dedicar su labor a una flor individual, anomalía frecuente entre los de su especie de picaflor. El amor y la fidelidad es la única fatalidad del picaflor, le decía con útil sabiduría. Martín era muy sabio sobre las cosas todas en el mundo.

Un día de nubes casi nocturnas el pequeño pájaro decidió visitar su planta predilecta, aquella de hermosas flores hablantes. Su indiferente picoteo se detuvo ante la flor más bella de todas, ella le habló y le dijo:

–¿Qué te sucede acaso?
–Nada.
–Pareces algo estúpido realmente.
–No. Solamente que eres la flor más bella de todas.
–No es cierto. Acá somos todas iguales, lo saben todos.

La fatalidad había ocurrido sin reversión posible. El picaflor se había enamorado de la más preciosa de todas las flores existentes en el mundo más hermoso de todos los mundos hablantes que existen.

El picaflor encegueció su vista con el amor y el descubrimiento de la fidelidad encegueció su estómago con lo dulce de la felicidad. Las visitas por día a la flor amada eran sin número y pronto la pobre requerida agotó todo su nutritivo néctar. El pequeño alado comenzó a tener hambre.

Las necesidades físicas se aplacan fácilmente con firme voluntad, y optó por quedar en compañía de su enamorada de forma permanente. El picaflor más enamorado que ningún otro picaflor en la Historia, distraía a su amada con largas charlas. Su vuelo ya no era ascendente ni admirado. Su posición era necesariamente la más quieta; cuanto más estático permanecía él, más podía contemplar la perfección de tan bella flor. Tal esfuerzo desgastaba sus plumas y agotaba su corazón.

El tiempo, a su tiempo, envejecía a la flor, que perdía su firmeza y opacaba su voz hermosa.

–Yo moriré pronto.
–No digas mentiras. Eso no puede ocurrir.
–El amor nos daña, ¿no te das cuenta? Mis pétalos se encuentran débiles como tus alas.
–Eso no es cierto.
–Muchas gracias.

El ave, tan enflaquecida como persistente, acababa ya con sus pocos ánimos. De sus ciento cincuenta plumas le quedaban solamente unas veinticinco ya débiles y algo apiojadas. Su panza era llenada con palabras de amor extenuado y su corazón era sostenido por la vieja corola de aquella flor marchita.

Un día, la flor cayó de muerte para volverse tierra y el picaflor se encontró solo en el mundo. En su abandono eterno pensó que la flor amada volvería volando de abajo hacia arriba, tal como él hacía antes. Pero estaba equivocado, las flores hablantes no volaban y ella permanecería en su ausencia. Triste sin palabras, el picaflor decidió guardar su fidelidad en silencio. Había conocido el amor unívoco y por eso mismo tan incomparable. Estaba enfermo y alejado de todos.

Tomó algunas fuerzas del aire limpio y buscó entre la planta de flores hablantes a alguna flor de la cual pudiera él alimentarse y estar enamorado. Se vio frustrado y confundido, ninguna era igual a Ella. Los síntomas progresaban y en su desesperación visitaba a otras flores luminosas, rosas ordinarias, claveles voladores y alguna que otra azucena. El desconsuelo descomponía su corazón y sus huesos pequeños se despedían de su carne.

La muerte pudo con él. Su vuelo exánime cruzó el aire y dirigió su cuerpo desplumado hacia el suelo. Y por primera vez se lo pudo ver volando de arriba hacia abajo. Era de no creer, algunos pájaros conocían su dolencia y eran compasivos. Otros, influenciados por las malas lenguas, afirmaban que sólo caía.


• Vanina (por Martín Estévez)

Escribo en directo, la noche del 12 julio de 2009, que ya se acerca a 13. Sin cronologías, ni correcciones, ni poesía. Escribo triste y desgarrado, y solo. Solo, porque tu día empieza cuando vos abrís los ojos y termina cuando vos los cerrás. Solo, porque sigo soñando con que esa condena termine alguna vez. Solo, porque me acaban de matar de nuevo, y a mis esperanzas, y a lo que fui.

Escribo acá porque no somos nada, porque me voy a morir, porque nada va a quedar. Escribo porque es exactamente igual si lo escribo o no. Lo escribo porque me duele. Empiezo a descreer de todo, de todo en lo que creí. No solamente me siento solo: quizás lo estoy.

Escribo porque no entiendo nada. Quiero que me abracen. Alguien. Alguien que no me vaya a dejar tan pronto. Escribo porque temo ir a dormir, y soñar. Porque los sueños me duelen cada vez más. Escribo cansado, frustrado, escribo llorando con vergüenza por mis lágrimas inútiles y desiertas, lágrimas que nadie va a venir a visitar.

Escribo con la pobrísima e infundada ilusión de leer estas mismas líneas, algún día, y sonreír. Escribo para recordarle a mi futuro que lo poco o mucho que haya logrado me costó dolor. Muchísimo: todo el que siento ahora, en los pulmones, en la cintura, en la garganta, en la mirada. Escribo para sostener, aun en estas manos temblorosas y cansadas de secar lágrimas, la esperanza de que ese día llegue. La esperanza de que alguien me abrace y no se vaya. Escribo para, alguna puta vez en la vida, no sentirme tan solo.


• A las 12:30 (por Leandro Ramos)

–Me tenías preocupada, ¿dónde estabas, Sofía?
–Dejate de joder, mamá. Desde que papá se fue no hacés más que romperme las pelotas. ¿Si no te gustaba más por qué no te conseguiste otro?
–No es eso, es tu cumpleaños, quería saludarte y no estabas por ningún lado.
–Ajá, siempre hay alguna excusa para perseguirme, y hoy en vez de decirme “¡feliz cumpleaños!” me mirás con esa cara de orto y empezás a preguntarme cosas, estás todo el día sola, acá encerrada, esperándome para molestarme.
–No es tan así, salgo a hacer compras. Y hablá bien.
–Hablo como se me canta, y hago lo que quiero, mamá, dejame tener a mí una vida que no se trate solamente de salir a hacer compras. Me quiero ir a la mierda, mamá, no ves todo lo insignificante de estar acá, así como vos, con vos.
–Antes no eras así, Sofía.
–Antes era distinto. Estoy re cansada de todo esto. ¿Sabés qué? Me voy con Marina, chau…

Resonó el portazo en todo el departamento. “Vieja…”, se escuchó detrás. Por un instante, la madre vio cómo el almanaque prendido con un imán en la puerta se caía. Agarró el repasador que había dejado en el brazo del sillón y se dirigió al horno, abriéndolo, sacó el bizcochuelo de cumpleaños.

Le había salido hundido.

• Cuadras y barquitos (por Martín Estévez)

Acá me duele. Acá y no quiero decírselo a nadie, ni quejarme, ni gritar. Acá, en las cuadras que caminamos los dos, en las noches que no perdimos, en tus tristezas. Me duele el momento en que algo empezó a salir mal y no supimos cambiarlo. Me duele tu voz tan neutral, me duele este viento que no nos silba ninguna canción. Me duele este segundo, y éste, y éste.

Me duele que esto no salga, me duele que escribir ya no me alivie. No sé si llorar con nadie es más verdad, pero debería serlo. Ver la pantalla borrosa de horror, de sonrisas humilladas por la realidad, de inmensa falta de consuelo. Desmoronado de a poquito, roto, destripado mi mundo y lo que tenía y lo que quería tener. Solo y pesado y apático, despreciable, gris.

Tantas palabras de mierda y tan inútiles, tantas palabras que no sirven para vivir. Tanto cemento, tanta pretensión y tanta nada. El cuchillazo de querer abrazarte. Pero vos allá, y yo acá. Todo tan mal. Hice un barquito para vos, y es de papel, y no navega, y se rompe. Lo hice para vos y me duele no dártelo, me duele verlo, me duele haberlo hecho.

Me duele no saber cómo empezar de nuevo, me duele no querer empezar. Encadenado a repetirme, a arruinarme, a insultarme de nuevo. Divorciado de mí. Áspero. Estúpido egocéntrico, lleno de violencia reprimida, y tan pero tan pero tan vulgarmente triste: no sos mucho más que nada. Corré a abrazarla o tené la humildad suficiente para aprender de este dolor tan insoportable, de estas lágrimas espesas, de este ahogo perpetuo. Y hacelo en silencio.

• El encargo (por Leandro Ramos)

A Gerardo se le ocurre que son los edificios los que se mueven sobre las veredas cuando apura el paso. Es el empleado ideal y camina de memoria. Entre sus manos hay un encargo a nombre del jefe, un tipo con mucho gel en las ideas y asociado de una multinacional. Gerardo se detiene en el semáforo. Ese día algunos problemas personales lo encuentran de mal humor en las tareas que cumple a diario sin cuestionar y sin retraso; desde temprano un estrato en su mente amontona odio mientras su cuerpo se desenvuelve con habilidad en la ciudad. Semáforo en verde, le faltan tres cuadras para llegar a la oficina central del Abasto. Falta poco para dar fin al encargo y aminora el paso. No sabe lo que lleva entre manos, es una caja, eso sí, pero lo que hay dentro permanece desconocido. Se le ocurre algo y se predispone a escupir dentro de ella. Saca la cinta adhesiva con cuidado y antes de abrir las solapas de cartón le acude un prurito moral, su contenido puede ser de importancia y no sería capaz de ensuciar su buen trabajo por un arrebato que no serviría de nada. Es totalmente idiota de su parte.

Hace seis meses que cumplió los veintiún años, todavía vive en una pensión con sus padres y no terminó el secundario, sólo la gracia de un tío suyo le ha conseguido este puesto en la empresa y verdaderamente lo necesita. Con algo de sobriedad reconsidera la pequeñez de sus problemas personales y continúa su camino. No sabe qué es lo que estaba mirando cuando pisa el excremento de un perro. Está a una cuadra de las oficinas donde tiene que entregar el pedido. Unos metros antes, en la entrada de un gran edificio de departamentos, se detiene y en el poco césped que rodea un árbol intenta limpiarse bien el zapato. No puede, la caca se le había corrido al costado de la suela. Recuerda la noticia que anoche le había dado su novia, estaba dispuesta a abortar su embarazo. Gerardo intenta pensar en otras cosas, en el partido del finde, por ejemplo. Pero entiende que, hasta que consiga una solución, necesita de pequeñas descargas. Se vuelve disimuladamente a la entrada del departamento vecino, abre las solapas de la caja y escupe su amargura dentro de ella. Se recompone. Respira hondo; nadie lo vio. Cierra la caja de nuevo y la entrega.

• Yo también soy Damián Toledo (por Martín Estévez)

Por si no la saben, cuento la historia. Hoy, Chacarita se estaba yendo al descenso. Necesitaba ganar y perdía 1-0. Empató sobre el final y en el último minuto tuvo un penal a favor. Si lo metía, concretaba la épica hazaña de salvarse. Si no, quedaba condenado al doloroso infierno del descenso. Alguien tenía que hacerse cargo de ese penal, de esa bomba a punto de explotar. Ese alguien fue Damián Toledo.

Hasta hoy sabía poco y nada sobre él, pero me alcanzó con lo que vi. Damián agarró la pelota mientras los hinchas gritaban histéricos. Tomó carrera y le pegó como supo, como pudo, con la fuerza que el miedo no le había quitado. Y atajó el arquero. Me reconocí en su cara en el instante posterior al penal errado. Me vi reflejado en los ojos perdidos, en el alma frágil, en el frío en el cuerpo. Hoy, yo también soy un poco Damián Toledo.

Para que entiendan cómo se siente Damián Toledo, cómo me siento yo, hay que explicar una cosa: en el mundo hay tortugas y dragones. Existen muchos otros animales, pero hablemos de estas dos especies.

Las tortugas pasamos el 99% del tiempo en nuestro caparazón, asomando solo la cabeza y las extremidades. Por eso, cuando alguien siempre tiene fríos los pies y las manos, no crean en el tonto mito de la mala circulación de la sangre: en realidad, es tortuga.

Acostumbradas a analizar con paciencia cada acción, las tortugas nos sabemos frágiles y repetidas: cada tortuga se parece mucho a las demás. Hemos hecho excursiones temporales fuera del caparazón y salimos lastimadas. Muy. Aprendimos a valorar el calorcito de la casa propia, el silencio, la paz. Aprendimos a convivir con nuestros miedos sin molestarlos.

Los dragones, a diferencia de las tortugas, no son de verdad. Como todos sabemos, las tortugas existen; los dragones, no. Ser dragón es una construcción artificial: el dragón es en realidad cualquier otro animal, pero sostiene su disfraz de dragón sin importar las consecuencias. Los dragones son agresivos, avasallantes, conquistadores. Parecen no tener miedo y, si lo tienen, lo disimulan con brillantez. Se consideran únicos, incomparables. Los dragones compiten, y casi siempre ganan.

Cuando una tortuga está en presencia de un dragón, siente incomodidad; cuando un dragón está frente a una tortuga, siente indiferencia.

Yo sé lo que sentiste, Damián. Vi el fuego en tus ojos. Supe que, por un segundo, fuiste dragón. Podrías haber mirado para otro lado, total eran once los que podían patear. Podrías haberte quedado dentro de tu caparazón y observar sin riesgos el final de la historia. Pero vi el fuego en tus ojos. Te hiciste cargo de tu destino y del de los demás; como en la escondida, libraste por todos los compañeros. Y te salió mal.

A mí me pasó lo mismo. Llevo largo tiempo siendo tortuga, más por fatalismo que por elección; las tortugas somos tortugas, no cuestionamos eso. Pero ayer sentí el fuego. Una cosquilla que empieza siendo llamita y se hace fogata, y se hace volcán, y se hace erupción. Es un fuego incontrolable e instintivo, imposible de explicar desde nuestro tortuguismo.

Ayer fui dragón por un ratito. También levanté la mano y dije “pateo yo”. Me hice cargo de esta reputísima vida de tortuga por una vez. Un fuego que no sé controlar y me asusta, un fuego peligroso y para nada artificial, un fuego que me puede hacer mierda. Soy esa tortuga que fui toda mi vida, pero soy también este fuego.

Damián y yo corrimos a la pelota creyéndonos dragones y pateamos como tortugas. Lo arruinamos todo. Por eso sé lo que sentiste, Damián, porque yo también lo sentí. Los dientes apretados, el cuerpo tensionado al mango, el mareo, la cara contra el pasto y la mueca cruel de ver tu caparazón a un costado, vacío.

No vas a tener hambre en estos días, ni ganas de coger. Ni siquiera de putear. Vas a tener pesadillas y a despertarte transpirado. Vas a lamerte las heridas, avergonzado, adentro de tu caparazón. Pero es mi obligación, como tortuga, decirte que no hay nada que lamentar. Que, así como ni vos ni yo elegimos ser tortugas, tampoco elegimos el fuego. No era como el de los dragones, no era un fuego artificial: era de verdad. Los dragones juegan con fuego porque saben que se van a quemar los demás. Las tortugas, Damián, jugamos aunque lo más probable sea que terminemos con quemaduras de tercer grado en el corazón.

No digo que sea bueno lo que nos pasó. Digo que es inevitable. Yo también ahora tengo los dientes apretados, el cuerpo tensionado y la cara contra el pasto. Pero valió la pena por ese segundo de fuego. Después todo se fue a la mierda, pero ¿qué importa? El caparazón está ahí, imperturbable a las llamas y a los golpes. Lo otro, esa hermosura que sentimos por un instante, esa osadía de querer influir en la historia, de comernos el mundo, es lo que le da sentido a nuestra existencia. Nuestra existencia de tortuga, de dragón o de simples seres humanos.

Lo único importante es que la próxima vez que sintamos esa llamita volvamos a animarnos. Que tiremos el caparazón a la mierda y salgamos a vivir. Vos te animaste a patear, yo también. Un día, Damián, creéme, la pelota va a entrar. Un día, te lo juro por mi alma, las tortugas y su fuego reinarán.

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