domingo, 12 de abril de 2020

Ayer y hoy, no es no

• Ayer – Gracias a ustedes (por Patricia Rodolfo)

¿Qué es el feminismo? ¿Qué es ser feminista? Tengo 53 años, no sé qué responder, y no quiero caer en la defi­nición del diccionario o repetir lo que escucho por ahí.

Acercarme por primera vez a una reunión de mujeres, para hablar sobre feminismo y el cambio que está viviendo esta sociedad, donde las mujeres pueden decir NO y BASTA y empiezan a ser escuchadas, hace que me replantee gran parte de mi vida.

Escucho hablar a chicas, mujeres, de veintipico, treinta años y me doy cuenta que no sé nada, que viví mal, que muchas de las cosas que pasaban en mi casa o en la escuela no estaban bien.

Machismo, patriarcado, sororidad, feminismo, son palabras que no formaban parte de mi vocabulario y me escucho rara cuando las digo. Sé que esta sociedad es machista y fui educada en esta sociedad, donde te lastimaban, mucho, pero no lo podías decir porque si lo hacías, era tu culpa. Hoy formo parte de un espacio donde se puede hablar y ser escuchada.

Y como sé que me van a escuchar, quiero pedirles que si me expreso en forma inadecuada o digo algo que no está bien, me miren con una sonrisa y me digan que estoy equivocada; necesitamos ser solidarias y respetuosas entre nosotras, porque nosotras también podemos ser intimidantes y crueles.

A mí me resulta difícil encontrar con quién hablar sobre estos temas, escucho decir a hombres y mujeres que el feminismo es una moda, que ya se nos va a pasar. Por suerte hoy, gracias a ustedes, sé que no es así.

Como dije, tengo mucho que aprender, pero sobre todo tengo que aprender a vivir.


• Hoy – Siempre me dolieron (por Camila Sandoval)

Cuando digo siempre, me re­fiero a las incontables veces que la vi llegar a casa después de las seis, las siete, las ocho a seguir haciendo para que nosotres, sus hijes, pudiéramos comer, o ir al colegio como personas felices.

Ella no sabía vivir sin sufrir, porque atravesar el túnel que nos quema hasta la respiración cuando no hay certeza de que la bocanada de aire fresco vaya a encontrarnos al ­final, sí que es aterrador.

Siempre me dolieron.

Hablo sobre la cantidad de veces que la vi llorar, sin ganas, sin saber para dónde ni cómo, pero también de aquellas en las que estuvo en la tribuna esperando mi sonrisa. Todos los martes y jueves me enseñaba que la alegría de alguien más puede salvarnos de los dolores de panza y los calambres a la madrugada, pero nunca de la honda tristeza por una vida entera sin decir.

Siempre me dolieron.

Incluso cuando la veía reír, porque temía que ese momento fuera demasiado corto para barrerle las angustias o demasiado largo para dejarle un vacío mucho más grande cuando se fuera del todo y volviera la soledad más mugrosa de todas las soledades: la que es en compañía.

Sus ojos siempre me dolieron.

Y no eran sólo los suyos. También eran los de mis amigas mientras me contaban cómo las habían manoseado en el subte o cuando recordaban con gracia el pasado que naturalizaron para sobrevivir. Eran los de la chica que me dijo que su papá le pegaba a ella y a su mamá y que lo único que quería era matarlo. También los de mi compañera periodista cuando me preguntaba cómo hacer para que los hombres de la redacción dejaran de acosarla. Eran los míos.

Mis ojos siempre me dolieron.

Pero ahora son miles. Millones de ojos que no pueden esperar ni un segundo más para que los entiendan sin que haga falta decir. Y entonces se amontonan cada vez más, y fruncen el ceño, y lloran, y se achinan, y se llenan de glitter. Porque ese brillo colorido tiene el poder de devolvernos la alegría y la ternura que siempre nos robaron. Hoy pienso que la revolución en la que creo no es sólo desde acá y hacia adelante. También es para atrás. Y por eso no hago más que leer sus enojos, sus ataques de llanto, sus vergüenzas más profundas, sus sonrisas incómodas, su cuerpo dolorido, su tono de voz, su mirada perdida.


Es que hoy el feminismo para mí, es entender los ojos de mi mamá.

sábado, 11 de abril de 2020

¿Vos sabés quién fue Luciano Arruga?


Por Movimiento Etiopía

• Luciano Nahuel Arruga era un chico de 16 años que vivía en Lomas del Mirador. “Estaba por empezar la secundaria, trabajaba en una fábrica de fundición –contó su hermana,Vanesa Orieta–. Era de River y le gustaba Charly García. Cada tanto cartoneaba para tener algo más. La policía lo paraba acusándolo de robo, yo iba a buscarlo y les decía a los policías:  ‘¿Dónde está el móvil para robar, el carrito de cartoneo?’. Eran excusas para hostigar a chicos como él".

El 21 de septiembre de 2008, Luciano fue llevado al destacamento de Lomas del Mirador. “¡Vanesa, me están pegando!”, gritó mientras su hermana esperaba que lo liberaran. Cuando salió, señaló a uno de los golpeadores. Todos se negaron a dar sus nombres. “Acá no te hicimos nada, negrito de mierda, te vamos a llevar a Quintana para que te violen, o terminás en un zanjón”, lo amenazaron. En el policlínico de San Justo verificaron los golpes. En las semanas siguientes, volvieron a detenerlo varias veces en la calle.

El 31 de enero de 2009 fue la última vez que vieron a Luciano. Salió con sus amigos, a la noche, y no volvió más. Vanesa y la mamá de Luciano, Mónica, comenzaron a buscarlo desesperadamente, en comisarías y hospitales, desde la madrugada de aquella noche, y presentaron un hábeas corpus que fue rechazado. Uno de los primeros apoyos que recibieron en su búsqueda fue del Centro de Estudiantes de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y de la FUBA, que hicieron una marcha con pancartas con la cara de Luciano. Sin embargo, los medios de comunicación ignoraron la manifestación. “Buscamos a Luciano con la esperanza de que esté con vida, pero somos conscientes de que quizá ya no se apunte a eso”, asimilaba Vanesa en marzo de 2009.

En abril de 2009 se conocieron más datos: en las semanas anteriores, Luciano se había negado a robar para la policía. “Varios vecinos coinciden en que antes de que se lo llevaran en un patrullero, mi hermano le responde a un policía: ‘No, yo no voy a agarrar eso, eso no es mío’. Ahí lo golpean, se lo llevan y no se sabe más de él”, contaba Vanesa. Algunos de sus amigos confirmaron la extorsión policial. Tiempo después, su mamá afirmó que Luciano le había contado que un agente policial le había ofrecido que robara para él.

En 2011, el destacamento de Lomas del Mirador fue cerrado luego de múltiples pedidos de los Familiares y Amigos de Luciano. El espacio fue cedido para actividades culturales.

Los delitos en el caso de Luciano Arruga no se limitaron a su tortura, persecución y desaparición en 2009. El 3 de agosto de 2012, Mario, hermano de Luciano Arruga, caminaba por Lomas de Mirador. De un auto sin patente bajaron un policía uniformado y uno de civil. Lo pusieron contra la pared y lo increparon. Dos semanasantes, habían robado documentación sobre el caso que estaba en la Casa de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de La Matanza. Se evidenciaba que la Policía intentaba eliminar pruebas de su participación en el hecho.

El 17 de octubre de 2014, cinco años y ocho meses después de su desaparición, el cuerpo de Luciano fue hallado. Fue el fruto de la lucha de sus familiares y amigos, y del habeas corpus presentado seis meses antes por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Luciano estaba enterrado como NN (persona con identidad desconocida) en el cementerio de la Chacarita. Eso de ninguna manera puso fin a la lucha: significó un nuevo impulso para seguir reclamando justicia y condena para los responsables de sus detenciones ilegales, torturas y desaparición.

El 15 de mayo de 2015, en fallo unánime, el Tribunal Oral Criminal 3 de La Matanza condenó a 10 años de prisión a Diego Torales, ex policía bonaerense, coautor penalmente responsable de torturas físicas y psicológicas a Luciano Arruga. Se confirmó un dato que casi tod@s sabíamos: a Luciano la Policía bonaerense lo detuvo ilegalmente y lo torturó cuando tenía 16 años. Entonces, en vez de cometer el error de pedir más policías, ¿por qué no nos unimos para exigir distribución de la riqueza, castigo a la corrupción política y policial, respeto a los derechos humanos y a las necesidades básicas de las personas? Abrazamos a los familiares y amigos de Luciano por marcarnos el camino con su valiente lucha.


• ¿Por qué abrazamos a Luciano?

Nació un 29 de febrero, pero anotaron “28”. Para que tuviera más cumpleaños, seguro. Para que supiera cuándo festejar. Pero no tuvo muchos cumpleaños: solamente 16. Porque, como era pobre, y morocho, y adolescente, y de un barrio del conurbano, y especialmente porque se negó a robar para la Policía, a Luciano lo detuvieron ilegalmente, lo torturaron, lo volvieron a secuestrar, lo mataron y desaparecieron su cuerpo durante 2085 días. Le quitaron todos los cumpleaños que le quedaban: el de 2009, el de 2010, el de 2011, el de 2012. El de cada año. En febrero, Luciano cumpliría años y se juntaría con sus amigos, escucharía a Charly García, leería a Julio Verne, habría cartoneado o, con un poco de suerte, sería parte de una cooperativa de trabajadores. Y lo que más duele: si Luciano sería un luchador más, uno de los mejores. Porque si a los 16 tuvo tantísimo coraje para enfrentarse al poder, a la represión, a la injusticia, hoy sería un orgullo para tod@s l@s que soñamos un mundo más justo. Luciano, de la forma que sea, te abrazamos con todo nuestro corazón.

viernes, 10 de abril de 2020

Mentiras sinceras


Ilustración de Andrey Bazilenko. Diseño de Fernando Delmonte. Textos de Albin Lainez, Luz Panizzi, Leandro Ramos y Martín Estévez.

• Deseo temerario (por Albin Lainez)




• La culpa la tiene la lluvia (por Luz Panizzi)

Tenés sueño pero te levantás. Agarrás paraguas pero igual te mojás. No sólo vos sino la mochila, la bolsa con la ropa y los zapatos. Corrés pero llegás tarde. Te olvidaste el saco: hace frío. Pasan algunas horas, desayunás y sigue lloviendo, pero te llega un poco de calma. Igual algo sigue molestando, algo te fastidia, algo te duele.
Eso que duele, siempre, es lo irreparable de un tiempo en particular: el inmediato. Pero el problema es otro: todos los tiempos, en cualquiera de sus formas y en todos sus contextos, absolutamente todos, son inmediatos. Y cuando dejan de ser, cuando se van y ya no vuelven y los vemos irse rápido, eso duele en la panza. No duele, es un agujero negro. Porque ya son las once y en tu cabeza revolotean deseos-quehaceres-distracciones-palabras-movimientos que podrías haber hecho y desde que te levantaste que nada.
No hiciste NADA.
Agujero que no se puede tapar.
Es mentira la medialuna o el mate para sacar la angustia, es mentira ese llamado de salvación rogando un poco de amor a mamá, a una amiga, a alguien.
Hay un solo rescate de verdad. Rescate que invita en todos los rincones, rescate un poco inevitable si andás con los ojos abiertos. Y digo abiertos en serio, abiertos a lo profundo. El rescate es la esperanza, la inabarcable pero necesaria esperanza de volver a creer, por un instante, que el tiempo inmediato, por ser inmediato, puede cambiarse.
Y sí, se puede, pero no hay que cerrar los ojos.


• La ilusión de languidecer por un amor imposible (por Leandro Ramos)

Haría lo imposible por un beso de Ayelén o, mejor dicho, haría el intento de lograr todo aquello que parece imposible. Por lograrlo cantaría una canción apasionada en la vía pública para demostrar que no tengo vergüenza; también aprendería a tocar la guitarra para que sepa que soy virtuoso; escribiría mil novelas de amor y odio para que lea mi poesía; me animaría a cruzar un gran lago nadando para que me crea esforzado; hasta iría a clases de salsa y tango para aprender a bailar y ser atractivo. Yo, Tomás, haría todo eso y más aún por conseguir un beso de ella. El cansancio eterno de un cuerpo por un segundo de verdadero amor.

No crean, sin embargo, que tengo miedo de que ese beso jamás exista porque es seguro que ella no me quiere y, además, porque es algo que siempre me faltó. No puedo temer la falta del amor de Ayelén porque con su ausencia he vivido ya toda mi vida. Por el contrario, en mi esfuerzo de joven enamorado late el miedo constante de que repentinamente Ayelén me entregue su corazón entero. Sí, escucharon bien, mi único miedo es que ella me ame tanto como yo a ella. Que lo haga en un futuro o que ya me esté amando sin que yo lo sospeche. Si así fuera, si ella me amara de un día para el otro, nada de todo lo que yo podría intentar para concretar una fantasía imposible se llevaría a cabo. Ningún lago sería cruzado con mi esfuerzo, ningún instrumento sería templado por mis manos, ninguna historia sería escrita y jamás me esforzaría por ser el hombre más atractivo. Si tuviera su amor nada de esto sería necesario y sólo me dejaría estar en el confort de su corazón.

Ayelén, espero prestes a mis esfuerzos la atención que se merecen, pero bajo ninguna condición me des tu corazón completo. No me es necesario. Me alcanza con tu boca en un beso solitario para sostener la motivación de superar mis posibilidades con mil proezas heroicas. Es que detrás de todo esto hay una oscura verdad y es que, al igual que el más breve beso que podrías regalarme, tu amor eterno es también pasajero. Prefiero que me dejes languidecer en la ilusión de tenerte, que te niegues y, de esta forma, vivir en el intento valeroso de lograr mi versión más digna de tu más preciado amor.


• Historias de sueños (por Martín Estévez)

I) Desde chico, Bruno Loscri sufría una pesadilla recurrente: una cálida reunión familiar era interrumpida por una viejita que repartía paquetes. Todos recibían hermosos obsequios, hasta que llegaba el turno de su madre. Cuando ella abría el regalo, sufría una terrible descarga eléctrica y moría instantáneamente. Bruno miraba a la vieja y en su lugar estaba el demonio.

La pesadilla se repitió durante años. Apenas comenzaba, Bruno sabía lo que iba a pasar pero el pánico lo inmovilizaba. Miraba desesperado a sus familiares y nadie parecía advertir el repetido final: la violenta muerte de su madre.

Cuando Bruno conoció a Verónica, se enamoró de ella y comenzaron a dormir juntos. Verónica descubrió muchas veces a Bruno sobresaltado, agitado, con miedo a dormir. Él le contó la verdad con miedo a ser humillado; ella le acarició la cara con sus manos chiquitas y le dijo:

–La próxima vez, buscame entre tu familia. Aunque vos no te puedas mover, yo le voy a pegar una trompada a esa vieja y no te va a molestar nunca más.

Bruno sonrió. Casi deseó tener aquel sueño, pero nunca volvió a soñarlo. Tal vez saber la solución eliminó automáticamente el problema. O tal vez olvidó, porque a veces olvidamos nuestros sueños, una batalla épica en la que Verónica y él derrotaron al demonio y fueron felices para siempre.

II) Lautaro Paz y Agustín Naranjo discutían desaforados. A Lautaro le habían dicho que en los sueños es imposible leer. Que la parte del cerebro capaz de reconocer letras no funciona mientras dormimos. Agustín aseguraba haber leído decenas de veces mientras soñaba. Como ocurría cada vez que un conflicto no encontraba solución, consultaron a Ungenio Ramírez.

Ungenio, que cuando soñaba sabía que soñaba, les pidió una noche para develar el misterio. Y lo hizo: descubrió que, efectivamente, en los sueños no podemos leer, pero que a veces tenemos la sensación de estar leyendo porque visualizamos imágenes, colores o escenas que nos remiten a un texto. “Si vemos un logo similar al de Coca-Cola, creeremos leer Coca-Cola aunque sólo veamos borrosas manchas –explicó Ungenio-. Es como el amor: aquellos que lo vimos alguna vez creemos verlo en todos lados, aunque sólo veamos borrosas manchas”.

III) Henry es un empresario inescrupuloso que gana dinero aprovechándose de los más débiles. Pero esta noche sueña que es un obrero que lucha por sacar adelante a su familia y se une a otros, a los que llama compañeros, para transformar una realidad que los oprime. En el sueño, ama y es amado, sufre y es feliz, participa de gestas colectivas que le ponen la piel de gallina. Henry despierta bruscamente, transpirado, y sólo se calma cuando ve el vaso de whisky y, durmiendo a su lado, a una mujer que no lo ama.

jueves, 9 de abril de 2020

Precisión


Una historieta escrita por Gabriel y dibujada por Dante. Podés ampliarla haciendo click en cada página.








Ampliar haciendo click en cada página

martes, 7 de abril de 2020

Leer no tiene precio


Cinco historias gratuitas escritas por Luz Panizzi, Leandro Ramos y Martín Estévez.

Ilustración de tapa: Leandro Ramos.


• Insomnio (por Luz Panizzi)

Cuando no se puede dormir no es casual. Es molestia, es rencor, es vacío, es violencia, es tristeza, es dolor.
Incapacidad. Es verdad. Nada alimenta, nada regenera. Todo duele. No se quiere nada, se quiere todo. No se encuentra.
Ella no está acá y no está allá. No es amor. Pero necesita. Abrazo, té, flor. Se siente en el cuerpo, perturba,
revuelve y dispersa.
Transición. Final. Todo se destruye, todo entristece, nada se siente. Pero es la verdad.
El sueño no acaricia, da golpes en la cabeza y en los brazos y en la espalda.
Como los días de sólo nubes. No sol, no lluvia. Ni frío, ni calor. Nubes. Y grasas.
En la cama hace calor y afuera hace frío.
Dale, vení por mí, por favor. Es un desastre adentro mío. No hay truenos, pero sí resplandor.
Hay desencuentros pero no hay temor.
No hay pertenencia, no hay palabras, hay dolor.
Llegan las lágrimas, hay salvación.
Hay miedo cuando hay cambio.
No estés triste, ya cambió.


• Amigos (por Martín Estévez)

Ocho amigos se juntaban cada tanto en un bar. Existió una ocasión en la que uno de ellos tardó mucho en llegar. Y, durante la espera, los otros siete descubrieron que no sabían su nombre. Que nunca lo había dicho y que, si lo había hecho, nunca lo habían escuchado. Más aún: ninguno de los siete recordaba cómo se había sumado al grupo de amigos, o por qué. Nadie lo había visto en otro lugar que no fuera el bar. A July, una de las chicas, le pareció haber oído que vivía en Villa Tesei, pero no sabía dónde lo había escuchado. Nadie lo comprobó.

Esa conversación terminó y, minutos después, él llegó, pero sus amigos ya estaban debatiendo si la remera del Morocho era de puto o no. Meses después, él dejó de ir a las reuniones de amigos, sin que nadie lo notara. Y, años después, los amigos dejaron de reunirse. También, sin que nadie lo notara.


• Big Bang (por Martín Estévez)

Todas las cosas empiezan alguna vez, y no necesariamente con un gran estallido. A veces empiezan con una casualidad, con una protesta, con un intercambio. A veces empiezan con una mirada, una lágrima, un desespero. A veces no empiezan nunca y no son nada.

A veces no es necesario que empiecen: parecieran haber existido siempre. No recuerdo demasiados grandes comienzos en mi vida. Acostumbramos a recordar más los finales, por tristes, intensos o por cercanía temporal.

Alguna vez el universo empezó, pero nadie sabe cómo, cuándo ni dónde. Eso es absolutamente maravilloso. Raro, el Big Bang: suena como el amor.


• Religiones (por Martín Estévez)

La diversidad de religiones existente en el planeta es enorme. El estudio de cada una de ellas resulta casi imposible: demandaría años. Y 43 fueron los que le dedicó el teólogo finlandés Ayon Joma Tarongoy –desde 1950– a intentar comprender cada una de las religiones y creencias. “La vuelta a Dios en 43 años” llamaron a su odisea. Tarongoy anunció que el 15 de marzo de 1993 haría públicas sus conclusiones. Los estamentos religiosos estaban atentos: jamás hubo un análisis tan minucioso, desde tantos puntos de vista, y además apuntalado por un ateo confeso.

En Europa no prestaron atención al asunto. El grueso de la población de África no tuvo acceso a la información. En América, el nombre de Tarongoy es -aún hoy- absolutamente anónimo. Sus palabras nunca cobraron relevancia. ¿Qué dijo? Luego de dedicar cuatro horas de su conferencia a descubrir detalles de su búsqueda y sus emociones, llegaron sus más contundentes conclusiones.

Tarongoy afirmó que las religiones habían sido creadas para que las personas perdieran la fe. Sus estudios revelaron que el ser humano posee una intrínseca creencia en sí mismo, en los demás, en el bien y en la justicia. Y que históricamente los sectores más codiciosos formularon y reformularon teorías para disolver esas creencias y transformarlas según su conveniencia. Enturbiaron la fe de la gente hasta hacerla inútil, hasta convertirla en odio. Dijo que cada acción de cada entidad religiosa del planeta formaba parte de una idea dictaminada desde hace siglos por aquellos poderosos grupos. Pero que luego ese alejamiento de la fe natural se intensificó tanto que no fue necesario que nadie lo empujara hacia adelante. Que la creación de las religiones tenía un fin, y ese fin se había logrado: que el hombre perdiera la fe.

Lo más sorprendente fue la culminación de la conferencia de Tarongoy: le agradeció a Dios por cada milagro que había vivido durante esos 43 años, por cada hombre con verdadera fe al que había podido conocer, por permitirle crear su propia fe. “Creer en la religión es descreer de Dios”, dijo, y agachó la cabeza.

Le dieron poca importancia a su trabajo. Se habló de herejía y blasfemia. Sólo cuatro grupos religiosos menores se animaron a revisar análisis, datos y conclusiones de Tarongoy. No se hicieron anuncios oficiales, pero tres de esas religiones se disolvieron; dejaron de existir. Tarongoy murió en 1997, quedando sus escritos en manos de su único hijo.

En 2003, doce mil filipinos habían aceptado las teorías de Tarongoy como verdades. Se rehusaban a ser denominados bajo un mismo nombre, a reunirse en sitios determinados, a seguir cualquier principio religioso existente. En la actualidad, se conoce a ese movimiento como tarongoyismo. Ayon Tarangoy, sin quererlo, había creado otra religión.


• Ho y Shu (por Leandro Ramos)

Ho y Shu nacieron en las afueras de Nantong. Junto a otros, ellos segaban arroz en los campos. Ho era de brazos fuertes y perseverantes como los del buey y nadie como él soportaba el peso de la labor durante los meses estivales. Como el oscuro búho, Ho no dormía. Entre sol y sol, y durante noches de sombras y ayuno,
Ho segaba arroz hasta los lindes que sobrepasaban la vista de cualquier hombre. Ho había sido búho y buey.

Mientras a Ho lo refrescaba el rocío de cada mañana, a Shu el sudor propio le empapaba la frente. A Shu todos lo reconocían por las melodías que sus movimientos perpetraban en el aire. Sucedía que Shu era tan veloz que su hoz silbaba al surcar el estático espacio entre espiga y espiga concertando armonías imposibles. A él, el trabajo le aceleraba el pulso de su corazón y le hacía creer en Dios. El vuelo de sus brazos imitaban al ibis y sus pies se adelantaban como los de la liebre. Shu había sido ave y liebre.

Ho y Shu nacieron en las afueras de Nantong. No era la primera vez que lo hacían. En su Existir, las vidas y sus nacimientos eran estaciones pasajeras.

Ho conocía el sabor de la madera de sauce y el olor del Nilo. Había mudado cinco veces sus escamas y supo habitar durante cinco días en la cabeza apiojada de un niño.

Shu sabía tejer telas pegajosas en los rincones y aullar en las noches de luna. Además, consiguió permanecer mil años de pie encarnado en un viejo pino.


Memorias de inviernos largos, de muchos pelos y de vuelos incansables se confundían en sus cabezas. En un campo anónimo de China, ya no sabían si eran ellos mismos o el arroz que segaban.

lunes, 6 de abril de 2020

Qué feliz es estar triste


Seis textos de Leandro Ramos y Martín Estévez

• Un vuelo (por Leandro Ramos)

Ya de grande, el pequeño continuaba volando de abajo hacia arriba y del piso al cielo. Aleteaba tanto que subía y, desde arriba de todo, reafirmaba un vuelo tan admirable que era muy mirado por todos. Era un picaflor.

Como tal, revolaba muchas flores de muchas plantas y su aleteo era casi el perfecto, es decir, siempre de abajo hacia arriba. Hacia el cielo.

Su amigo Martín, el pescador, le había enseñado que como las parejas que deciden ser infieles entre ellas, la vida de un picaflor acaba cuando decide negar su identidad infiel y dedicar su labor a una flor individual, anomalía frecuente entre los de su especie de picaflor. El amor y la fidelidad es la única fatalidad del picaflor, le decía con útil sabiduría. Martín era muy sabio sobre las cosas todas en el mundo.

Un día de nubes casi nocturnas el pequeño pájaro decidió visitar su planta predilecta, aquella de hermosas flores hablantes. Su indiferente picoteo se detuvo ante la flor más bella de todas, ella le habló y le dijo:

–¿Qué te sucede acaso?
–Nada.
–Pareces algo estúpido realmente.
–No. Solamente que eres la flor más bella de todas.
–No es cierto. Acá somos todas iguales, lo saben todos.

La fatalidad había ocurrido sin reversión posible. El picaflor se había enamorado de la más preciosa de todas las flores existentes en el mundo más hermoso de todos los mundos hablantes que existen.

El picaflor encegueció su vista con el amor y el descubrimiento de la fidelidad encegueció su estómago con lo dulce de la felicidad. Las visitas por día a la flor amada eran sin número y pronto la pobre requerida agotó todo su nutritivo néctar. El pequeño alado comenzó a tener hambre.

Las necesidades físicas se aplacan fácilmente con firme voluntad, y optó por quedar en compañía de su enamorada de forma permanente. El picaflor más enamorado que ningún otro picaflor en la Historia, distraía a su amada con largas charlas. Su vuelo ya no era ascendente ni admirado. Su posición era necesariamente la más quieta; cuanto más estático permanecía él, más podía contemplar la perfección de tan bella flor. Tal esfuerzo desgastaba sus plumas y agotaba su corazón.

El tiempo, a su tiempo, envejecía a la flor, que perdía su firmeza y opacaba su voz hermosa.

–Yo moriré pronto.
–No digas mentiras. Eso no puede ocurrir.
–El amor nos daña, ¿no te das cuenta? Mis pétalos se encuentran débiles como tus alas.
–Eso no es cierto.
–Muchas gracias.

El ave, tan enflaquecida como persistente, acababa ya con sus pocos ánimos. De sus ciento cincuenta plumas le quedaban solamente unas veinticinco ya débiles y algo apiojadas. Su panza era llenada con palabras de amor extenuado y su corazón era sostenido por la vieja corola de aquella flor marchita.

Un día, la flor cayó de muerte para volverse tierra y el picaflor se encontró solo en el mundo. En su abandono eterno pensó que la flor amada volvería volando de abajo hacia arriba, tal como él hacía antes. Pero estaba equivocado, las flores hablantes no volaban y ella permanecería en su ausencia. Triste sin palabras, el picaflor decidió guardar su fidelidad en silencio. Había conocido el amor unívoco y por eso mismo tan incomparable. Estaba enfermo y alejado de todos.

Tomó algunas fuerzas del aire limpio y buscó entre la planta de flores hablantes a alguna flor de la cual pudiera él alimentarse y estar enamorado. Se vio frustrado y confundido, ninguna era igual a Ella. Los síntomas progresaban y en su desesperación visitaba a otras flores luminosas, rosas ordinarias, claveles voladores y alguna que otra azucena. El desconsuelo descomponía su corazón y sus huesos pequeños se despedían de su carne.

La muerte pudo con él. Su vuelo exánime cruzó el aire y dirigió su cuerpo desplumado hacia el suelo. Y por primera vez se lo pudo ver volando de arriba hacia abajo. Era de no creer, algunos pájaros conocían su dolencia y eran compasivos. Otros, influenciados por las malas lenguas, afirmaban que sólo caía.


• Vanina (por Martín Estévez)

Escribo en directo, la noche del 12 julio de 2009, que ya se acerca a 13. Sin cronologías, ni correcciones, ni poesía. Escribo triste y desgarrado, y solo. Solo, porque tu día empieza cuando vos abrís los ojos y termina cuando vos los cerrás. Solo, porque sigo soñando con que esa condena termine alguna vez. Solo, porque me acaban de matar de nuevo, y a mis esperanzas, y a lo que fui.

Escribo acá porque no somos nada, porque me voy a morir, porque nada va a quedar. Escribo porque es exactamente igual si lo escribo o no. Lo escribo porque me duele. Empiezo a descreer de todo, de todo en lo que creí. No solamente me siento solo: quizás lo estoy.

Escribo porque no entiendo nada. Quiero que me abracen. Alguien. Alguien que no me vaya a dejar tan pronto. Escribo porque temo ir a dormir, y soñar. Porque los sueños me duelen cada vez más. Escribo cansado, frustrado, escribo llorando con vergüenza por mis lágrimas inútiles y desiertas, lágrimas que nadie va a venir a visitar.

Escribo con la pobrísima e infundada ilusión de leer estas mismas líneas, algún día, y sonreír. Escribo para recordarle a mi futuro que lo poco o mucho que haya logrado me costó dolor. Muchísimo: todo el que siento ahora, en los pulmones, en la cintura, en la garganta, en la mirada. Escribo para sostener, aun en estas manos temblorosas y cansadas de secar lágrimas, la esperanza de que ese día llegue. La esperanza de que alguien me abrace y no se vaya. Escribo para, alguna puta vez en la vida, no sentirme tan solo.


• A las 12:30 (por Leandro Ramos)

–Me tenías preocupada, ¿dónde estabas, Sofía?
–Dejate de joder, mamá. Desde que papá se fue no hacés más que romperme las pelotas. ¿Si no te gustaba más por qué no te conseguiste otro?
–No es eso, es tu cumpleaños, quería saludarte y no estabas por ningún lado.
–Ajá, siempre hay alguna excusa para perseguirme, y hoy en vez de decirme “¡feliz cumpleaños!” me mirás con esa cara de orto y empezás a preguntarme cosas, estás todo el día sola, acá encerrada, esperándome para molestarme.
–No es tan así, salgo a hacer compras. Y hablá bien.
–Hablo como se me canta, y hago lo que quiero, mamá, dejame tener a mí una vida que no se trate solamente de salir a hacer compras. Me quiero ir a la mierda, mamá, no ves todo lo insignificante de estar acá, así como vos, con vos.
–Antes no eras así, Sofía.
–Antes era distinto. Estoy re cansada de todo esto. ¿Sabés qué? Me voy con Marina, chau…

Resonó el portazo en todo el departamento. “Vieja…”, se escuchó detrás. Por un instante, la madre vio cómo el almanaque prendido con un imán en la puerta se caía. Agarró el repasador que había dejado en el brazo del sillón y se dirigió al horno, abriéndolo, sacó el bizcochuelo de cumpleaños.

Le había salido hundido.

• Cuadras y barquitos (por Martín Estévez)

Acá me duele. Acá y no quiero decírselo a nadie, ni quejarme, ni gritar. Acá, en las cuadras que caminamos los dos, en las noches que no perdimos, en tus tristezas. Me duele el momento en que algo empezó a salir mal y no supimos cambiarlo. Me duele tu voz tan neutral, me duele este viento que no nos silba ninguna canción. Me duele este segundo, y éste, y éste.

Me duele que esto no salga, me duele que escribir ya no me alivie. No sé si llorar con nadie es más verdad, pero debería serlo. Ver la pantalla borrosa de horror, de sonrisas humilladas por la realidad, de inmensa falta de consuelo. Desmoronado de a poquito, roto, destripado mi mundo y lo que tenía y lo que quería tener. Solo y pesado y apático, despreciable, gris.

Tantas palabras de mierda y tan inútiles, tantas palabras que no sirven para vivir. Tanto cemento, tanta pretensión y tanta nada. El cuchillazo de querer abrazarte. Pero vos allá, y yo acá. Todo tan mal. Hice un barquito para vos, y es de papel, y no navega, y se rompe. Lo hice para vos y me duele no dártelo, me duele verlo, me duele haberlo hecho.

Me duele no saber cómo empezar de nuevo, me duele no querer empezar. Encadenado a repetirme, a arruinarme, a insultarme de nuevo. Divorciado de mí. Áspero. Estúpido egocéntrico, lleno de violencia reprimida, y tan pero tan pero tan vulgarmente triste: no sos mucho más que nada. Corré a abrazarla o tené la humildad suficiente para aprender de este dolor tan insoportable, de estas lágrimas espesas, de este ahogo perpetuo. Y hacelo en silencio.

• El encargo (por Leandro Ramos)

A Gerardo se le ocurre que son los edificios los que se mueven sobre las veredas cuando apura el paso. Es el empleado ideal y camina de memoria. Entre sus manos hay un encargo a nombre del jefe, un tipo con mucho gel en las ideas y asociado de una multinacional. Gerardo se detiene en el semáforo. Ese día algunos problemas personales lo encuentran de mal humor en las tareas que cumple a diario sin cuestionar y sin retraso; desde temprano un estrato en su mente amontona odio mientras su cuerpo se desenvuelve con habilidad en la ciudad. Semáforo en verde, le faltan tres cuadras para llegar a la oficina central del Abasto. Falta poco para dar fin al encargo y aminora el paso. No sabe lo que lleva entre manos, es una caja, eso sí, pero lo que hay dentro permanece desconocido. Se le ocurre algo y se predispone a escupir dentro de ella. Saca la cinta adhesiva con cuidado y antes de abrir las solapas de cartón le acude un prurito moral, su contenido puede ser de importancia y no sería capaz de ensuciar su buen trabajo por un arrebato que no serviría de nada. Es totalmente idiota de su parte.

Hace seis meses que cumplió los veintiún años, todavía vive en una pensión con sus padres y no terminó el secundario, sólo la gracia de un tío suyo le ha conseguido este puesto en la empresa y verdaderamente lo necesita. Con algo de sobriedad reconsidera la pequeñez de sus problemas personales y continúa su camino. No sabe qué es lo que estaba mirando cuando pisa el excremento de un perro. Está a una cuadra de las oficinas donde tiene que entregar el pedido. Unos metros antes, en la entrada de un gran edificio de departamentos, se detiene y en el poco césped que rodea un árbol intenta limpiarse bien el zapato. No puede, la caca se le había corrido al costado de la suela. Recuerda la noticia que anoche le había dado su novia, estaba dispuesta a abortar su embarazo. Gerardo intenta pensar en otras cosas, en el partido del finde, por ejemplo. Pero entiende que, hasta que consiga una solución, necesita de pequeñas descargas. Se vuelve disimuladamente a la entrada del departamento vecino, abre las solapas de la caja y escupe su amargura dentro de ella. Se recompone. Respira hondo; nadie lo vio. Cierra la caja de nuevo y la entrega.

• Yo también soy Damián Toledo (por Martín Estévez)

Por si no la saben, cuento la historia. Hoy, Chacarita se estaba yendo al descenso. Necesitaba ganar y perdía 1-0. Empató sobre el final y en el último minuto tuvo un penal a favor. Si lo metía, concretaba la épica hazaña de salvarse. Si no, quedaba condenado al doloroso infierno del descenso. Alguien tenía que hacerse cargo de ese penal, de esa bomba a punto de explotar. Ese alguien fue Damián Toledo.

Hasta hoy sabía poco y nada sobre él, pero me alcanzó con lo que vi. Damián agarró la pelota mientras los hinchas gritaban histéricos. Tomó carrera y le pegó como supo, como pudo, con la fuerza que el miedo no le había quitado. Y atajó el arquero. Me reconocí en su cara en el instante posterior al penal errado. Me vi reflejado en los ojos perdidos, en el alma frágil, en el frío en el cuerpo. Hoy, yo también soy un poco Damián Toledo.

Para que entiendan cómo se siente Damián Toledo, cómo me siento yo, hay que explicar una cosa: en el mundo hay tortugas y dragones. Existen muchos otros animales, pero hablemos de estas dos especies.

Las tortugas pasamos el 99% del tiempo en nuestro caparazón, asomando solo la cabeza y las extremidades. Por eso, cuando alguien siempre tiene fríos los pies y las manos, no crean en el tonto mito de la mala circulación de la sangre: en realidad, es tortuga.

Acostumbradas a analizar con paciencia cada acción, las tortugas nos sabemos frágiles y repetidas: cada tortuga se parece mucho a las demás. Hemos hecho excursiones temporales fuera del caparazón y salimos lastimadas. Muy. Aprendimos a valorar el calorcito de la casa propia, el silencio, la paz. Aprendimos a convivir con nuestros miedos sin molestarlos.

Los dragones, a diferencia de las tortugas, no son de verdad. Como todos sabemos, las tortugas existen; los dragones, no. Ser dragón es una construcción artificial: el dragón es en realidad cualquier otro animal, pero sostiene su disfraz de dragón sin importar las consecuencias. Los dragones son agresivos, avasallantes, conquistadores. Parecen no tener miedo y, si lo tienen, lo disimulan con brillantez. Se consideran únicos, incomparables. Los dragones compiten, y casi siempre ganan.

Cuando una tortuga está en presencia de un dragón, siente incomodidad; cuando un dragón está frente a una tortuga, siente indiferencia.

Yo sé lo que sentiste, Damián. Vi el fuego en tus ojos. Supe que, por un segundo, fuiste dragón. Podrías haber mirado para otro lado, total eran once los que podían patear. Podrías haberte quedado dentro de tu caparazón y observar sin riesgos el final de la historia. Pero vi el fuego en tus ojos. Te hiciste cargo de tu destino y del de los demás; como en la escondida, libraste por todos los compañeros. Y te salió mal.

A mí me pasó lo mismo. Llevo largo tiempo siendo tortuga, más por fatalismo que por elección; las tortugas somos tortugas, no cuestionamos eso. Pero ayer sentí el fuego. Una cosquilla que empieza siendo llamita y se hace fogata, y se hace volcán, y se hace erupción. Es un fuego incontrolable e instintivo, imposible de explicar desde nuestro tortuguismo.

Ayer fui dragón por un ratito. También levanté la mano y dije “pateo yo”. Me hice cargo de esta reputísima vida de tortuga por una vez. Un fuego que no sé controlar y me asusta, un fuego peligroso y para nada artificial, un fuego que me puede hacer mierda. Soy esa tortuga que fui toda mi vida, pero soy también este fuego.

Damián y yo corrimos a la pelota creyéndonos dragones y pateamos como tortugas. Lo arruinamos todo. Por eso sé lo que sentiste, Damián, porque yo también lo sentí. Los dientes apretados, el cuerpo tensionado al mango, el mareo, la cara contra el pasto y la mueca cruel de ver tu caparazón a un costado, vacío.

No vas a tener hambre en estos días, ni ganas de coger. Ni siquiera de putear. Vas a tener pesadillas y a despertarte transpirado. Vas a lamerte las heridas, avergonzado, adentro de tu caparazón. Pero es mi obligación, como tortuga, decirte que no hay nada que lamentar. Que, así como ni vos ni yo elegimos ser tortugas, tampoco elegimos el fuego. No era como el de los dragones, no era un fuego artificial: era de verdad. Los dragones juegan con fuego porque saben que se van a quemar los demás. Las tortugas, Damián, jugamos aunque lo más probable sea que terminemos con quemaduras de tercer grado en el corazón.

No digo que sea bueno lo que nos pasó. Digo que es inevitable. Yo también ahora tengo los dientes apretados, el cuerpo tensionado y la cara contra el pasto. Pero valió la pena por ese segundo de fuego. Después todo se fue a la mierda, pero ¿qué importa? El caparazón está ahí, imperturbable a las llamas y a los golpes. Lo otro, esa hermosura que sentimos por un instante, esa osadía de querer influir en la historia, de comernos el mundo, es lo que le da sentido a nuestra existencia. Nuestra existencia de tortuga, de dragón o de simples seres humanos.

Lo único importante es que la próxima vez que sintamos esa llamita volvamos a animarnos. Que tiremos el caparazón a la mierda y salgamos a vivir. Vos te animaste a patear, yo también. Un día, Damián, creéme, la pelota va a entrar. Un día, te lo juro por mi alma, las tortugas y su fuego reinarán.

domingo, 5 de abril de 2020

Y él respondía "nada"



Texto de Martín Estévez. Ilustración de Leandro Ramos.

Todo empezó con Jorge Díaz. Estábamos en 4ºC, turno tarde, y Graciela Tacconi, nuestra maestra, explicó por qué a veces le compraba un alfajor a Jorge. Era cuando le preguntaba qué había comido durante el día, y él respondía “nada”. Jorge, que hasta ese momento era un flaquito malo que nos podía fajar con una mano atada, dejó de ser un villano. De algún modo, comenzó a parecerme casi justo que nos cagara a trompadas. A él, el mundo le venía pegando desde mucho antes.

Terminé 9º grado en el ’98. Mis compañeros ya habían perdido la ingenuidad y empezaban a fumar porro. Mauro había salido en el diario por llevar revólver a un colegio; poco después se caería de un techo en un intento de robo y empezaría un tratamiento para dejar de drogarse. La última vez que lo vi fue hace ocho años; me visitó para contarme cómo iba su recuperación. No sé qué fue de él.

A partir de los 18 años empecé a frecuentar sectores sociales muy opuestos. Cuando Tati me convenció de que estudiara en una universidad privada, me sentí incómodo. Mis compañeros... ¿cómo decirlo? Eran de otra clase. Yo nunca había pasado hambre, pero para viajar (la cuota sí me la pagaban) repartía volantes y, al principio con ayuda de mi abuelo Víctor, vendía diarios y cartones.

Las relaciones de pareja también me transformaron en esto que soy. Primero tuve una novia hermosa que sufría las desigualdades sociales. El método para comer en su casa era el siguiente: los cinco integrantes de la familia ponían las monedas que tenían, ella iba a la carnicería, dejaba las monedas sobre el mostrador y le pedía al carnicero que le diera milanesas, las que alcanzaran con esas monedas. A veces no eran más de tres.

Después tuve una novia todavía más hermosa que luchaba contra esas desigualdades sociales. Que militaba, que se conmovía, que ponía en práctica cosas que yo, siempre tan apático, sólo manifestaba en teoría. Tal vez fueron demasiadas las veces en las que nos olvidamos de acariciarnos para discutir sobre comunismo, sobre la función del Estado o sobre movimientos piqueteros, pero no me arrepiento de que haya sido así.

En el medio, empecé a ir a las marchas de las Madres de Plaza de Mayo, a las de la Noche de los Lápices, a las del 24 de Marzo. Compartí muchas horas con imbéciles terratenientes, con dueños de campos de polo, pero también con integrantes de La Poderosa. Escuché a los cómplices del sistema quejándose por los cortes de ruta, contra los valientes que luchan por nuestros derechos, mientras me in­teriorizaba en las ideas del Frente de Organizaciones en Lucha y veía a la injusticia social más de cerca. Me anoté en una universidad pública con el único fin de aprender y compartir. Debatí con los del centro de estudiantes, con profesores, con compañeros. Me entusiasmé con la sociología, con Marx, con Foucault, con Adorno, con Althusser. Entendí que lo que me pasa desde los 9 años, la incomodidad de tener cosas que otros no tienen, la sensación de que, aunque me cagara a trompadas, Jorge no tenía la culpa de nada, no era un trauma mío, sino una consecuencia de miles de sucesos que ocurren desde hace siglos. Supe que no soy el único que tiene más ganas de cambiar eso que de conocer Estados Unidos.

Ahora puedo decir, desde mi corazón y desde mi cabeza, después de pensarlo y de sufrirlo, que los que piden cárcel para chicos de doce años, que los que creen que las personas son mejores o peores según su nacionalidad, que los que se sienten superiores a otros no son ni serán nunca más mis amigos. Aunque me duela, los que dicen que quienes reciben planes sociales no quieren trabajar, los que repiten las pelotudeces que escuchan en televisión y creen que la culpa es siempre de los demás van a perder puestos en mi ranking de Personas Que Quiero hasta desaparecer.

Ya tengo algunas ideas claras, y no desde el capricho, sino desde el conocimiento. Me animo a debatirlas durante el tiempo que quieran, del modo y en el lugar que quieran, con todo el respeto y paciencia que me quedan. Tengo claro que nunca será justo que haya personas trabajando mientras otras viven del trabajo de los demás. Y no me refiero a los desocupados, entiéndanlo de una vez: me refiero a esos hijos de puta de traje y corbata que parecen tan respetables, a los hábiles empresarios que no son más que explotadores que nos esclavizan, a imbéciles a los que votamos por su piel blanca y sus ojos claros mientras son cómplices de la trata de personas, de la violación de menores de edad, de la corrupción en sus formas más abyectas.

Todo empezó con Jorge, con un sistema que mortificó a su familia hasta dejarla sin fuerzas, sin respuestas, sin nada para comer. Y siguió con una, dos, trescientas pruebas de que los robos, los asesinatos, la discriminación y esta enorme tristeza son culpa de elegantes y caritativos hijos de puta enfermos de sexo comprado, de cocaína y de barrios cerrados. Pero, por suerte, en estos años más amigos del dolor que de la alegría, encontré a muchas, muchas personas que me enseñaron por qué no hay que abandonar, por qué no hay que olvidar, por qué hay que seguir luchando y luchando y luchando hasta que nos brillen los ojos: hay que seguir por ellos, por los abandonados, por los olvidados, por los que, solos, tristes y cansados, necesitan mucho, muchísimo más que un alfajor.