Seis
textos de Leandro Ramos y Martín Estévez
• Un vuelo (por Leandro Ramos)
Ya de grande, el pequeño continuaba volando de abajo hacia arriba y del
piso al cielo. Aleteaba tanto que subía y, desde arriba de todo, reafirmaba un
vuelo tan admirable que era muy mirado por todos. Era un picaflor.
Como tal, revolaba muchas flores de muchas plantas y su aleteo era casi
el perfecto, es decir, siempre de abajo hacia arriba. Hacia el cielo.
Su amigo Martín, el pescador, le había enseñado que como las parejas
que deciden ser infieles entre ellas, la vida de un picaflor acaba cuando
decide negar su identidad infiel y dedicar su labor a una flor individual,
anomalía frecuente entre los de su especie de picaflor. El amor y la fidelidad es
la única fatalidad del picaflor, le decía con útil sabiduría. Martín era muy
sabio sobre las cosas todas en el mundo.
Un día de nubes casi nocturnas el pequeño pájaro decidió visitar su
planta predilecta, aquella de hermosas flores hablantes. Su indiferente picoteo
se detuvo ante la flor más bella de todas, ella le habló y le dijo:
–¿Qué te sucede acaso?
–Nada.
–Pareces algo estúpido realmente.
–No. Solamente que eres la flor más bella de todas.
–No es cierto. Acá somos todas iguales, lo saben todos.
La fatalidad había ocurrido sin reversión posible. El picaflor se había
enamorado de la más preciosa de todas las flores existentes en el mundo más
hermoso de todos los mundos hablantes que existen.
El picaflor encegueció su vista con el amor y el descubrimiento de la
fidelidad encegueció su estómago con lo dulce de la felicidad. Las visitas por
día a la flor amada eran sin número y pronto la pobre requerida agotó todo su
nutritivo néctar. El pequeño alado comenzó a tener hambre.
Las necesidades físicas se aplacan fácilmente con firme voluntad, y
optó por quedar en compañía de su enamorada de forma permanente. El picaflor
más enamorado que ningún otro picaflor en la Historia, distraía a su amada con
largas charlas. Su vuelo ya no era ascendente ni admirado. Su posición era
necesariamente la más quieta; cuanto más estático permanecía él, más podía
contemplar la perfección de tan bella flor. Tal esfuerzo desgastaba sus plumas
y agotaba su corazón.
El tiempo, a su tiempo, envejecía a la flor, que perdía su firmeza y
opacaba su voz hermosa.
–Yo moriré pronto.
–No digas mentiras. Eso no puede ocurrir.
–El amor nos daña, ¿no te das cuenta? Mis pétalos se encuentran débiles
como tus alas.
–Eso no es cierto.
–Muchas gracias.
El ave, tan enflaquecida como persistente, acababa ya con sus pocos
ánimos. De sus ciento cincuenta plumas le quedaban solamente unas veinticinco
ya débiles y algo apiojadas. Su panza era llenada con palabras de amor
extenuado y su corazón era sostenido por la vieja corola de aquella flor
marchita.
Un día, la flor cayó de muerte para volverse tierra y el picaflor se
encontró solo en el mundo. En su abandono eterno pensó que la flor amada
volvería volando de abajo hacia arriba, tal como él hacía antes. Pero estaba
equivocado, las flores hablantes no volaban y ella permanecería en su ausencia.
Triste sin palabras, el picaflor decidió guardar su fidelidad en silencio.
Había conocido el amor unívoco y por eso mismo tan incomparable. Estaba enfermo
y alejado de todos.
Tomó algunas fuerzas del aire limpio y buscó entre la planta de flores
hablantes a alguna flor de la cual pudiera él alimentarse y estar enamorado. Se
vio frustrado y confundido, ninguna era igual a Ella. Los síntomas progresaban
y en su desesperación visitaba a otras flores luminosas, rosas ordinarias,
claveles voladores y alguna que otra azucena. El desconsuelo descomponía su
corazón y sus huesos pequeños se despedían de su carne.
La muerte pudo con él. Su vuelo exánime cruzó el aire y dirigió su
cuerpo desplumado hacia el suelo. Y por primera vez se lo pudo ver volando de
arriba hacia abajo. Era de no creer, algunos pájaros conocían su dolencia y
eran compasivos. Otros, influenciados por las malas lenguas, afirmaban que sólo
caía.
• Vanina (por Martín Estévez)
Escribo en directo, la noche del 12 julio de 2009, que ya se acerca a
13. Sin cronologías, ni correcciones, ni poesía. Escribo triste y desgarrado, y
solo. Solo, porque tu día empieza cuando vos abrís los ojos y termina cuando
vos los cerrás. Solo, porque sigo soñando con que esa condena termine alguna
vez. Solo, porque me acaban de matar de nuevo, y a mis esperanzas, y a lo que
fui.
Escribo acá porque no somos nada, porque me voy a morir, porque nada va
a quedar. Escribo porque es exactamente igual si lo escribo o no. Lo escribo
porque me duele. Empiezo a descreer de todo, de todo en lo que creí. No
solamente me siento solo: quizás lo estoy.
Escribo porque no entiendo nada. Quiero que me abracen. Alguien.
Alguien que no me vaya a dejar tan pronto. Escribo porque temo ir a dormir, y
soñar. Porque los sueños me duelen cada vez más. Escribo cansado, frustrado,
escribo llorando con vergüenza por mis lágrimas inútiles y desiertas, lágrimas
que nadie va a venir a visitar.
Escribo con la pobrísima e infundada ilusión de leer estas mismas
líneas, algún día, y sonreír. Escribo para recordarle a mi futuro que lo poco o
mucho que haya logrado me costó dolor. Muchísimo: todo el que siento ahora, en
los pulmones, en la cintura, en la garganta, en la mirada. Escribo para sostener,
aun en estas manos temblorosas y cansadas de secar lágrimas, la esperanza de
que ese día llegue. La esperanza de que alguien me abrace y no se vaya. Escribo
para, alguna puta vez en la vida, no sentirme tan solo.
• A las 12:30 (por Leandro
Ramos)
–Me tenías preocupada, ¿dónde estabas, Sofía?
–Dejate de joder, mamá. Desde que papá se fue no hacés más que romperme
las pelotas. ¿Si no te gustaba más por qué no te conseguiste otro?
–No es eso, es tu cumpleaños, quería saludarte y no estabas por ningún
lado.
–Ajá, siempre hay alguna excusa para perseguirme, y hoy en vez de
decirme “¡feliz cumpleaños!” me mirás con esa cara de orto y empezás a
preguntarme cosas, estás todo el día sola, acá encerrada, esperándome para
molestarme.
–No es tan así, salgo a hacer compras. Y hablá bien.
–Hablo como se me canta, y hago lo que quiero, mamá, dejame tener a mí
una vida que no se trate solamente de salir a hacer compras. Me quiero ir a la
mierda, mamá, no ves todo lo insignificante de estar acá, así como vos, con vos.
–Antes no eras así, Sofía.
–Antes era distinto. Estoy re cansada de todo esto. ¿Sabés qué? Me voy
con Marina, chau…
Resonó el portazo en todo el departamento. “Vieja…”, se escuchó detrás.
Por un instante, la madre vio cómo el almanaque prendido con un imán en la
puerta se caía. Agarró el repasador que había dejado en el brazo del sillón y
se dirigió al horno, abriéndolo, sacó el bizcochuelo de cumpleaños.
Le había salido hundido.
• Cuadras y barquitos (por
Martín Estévez)
Acá me duele. Acá y no quiero decírselo a nadie, ni quejarme, ni
gritar. Acá, en las cuadras que caminamos los dos, en las noches que no
perdimos, en tus tristezas. Me duele el momento en que algo empezó a salir mal
y no supimos cambiarlo. Me duele tu voz tan neutral, me duele este viento que
no nos silba ninguna canción. Me duele este segundo, y éste, y éste.
Me duele que esto no salga, me duele que escribir ya no me alivie. No
sé si llorar con nadie es más verdad, pero debería serlo. Ver la pantalla
borrosa de horror, de sonrisas humilladas por la realidad, de inmensa falta de
consuelo. Desmoronado de a poquito, roto, destripado mi mundo y lo que tenía y
lo que quería tener. Solo y pesado y apático, despreciable, gris.
Tantas palabras de mierda y tan inútiles, tantas palabras que no sirven
para vivir. Tanto cemento, tanta pretensión y tanta nada. El cuchillazo de
querer abrazarte. Pero vos allá, y yo acá. Todo tan mal. Hice un barquito para
vos, y es de papel, y no navega, y se rompe. Lo hice para vos y me duele no
dártelo, me duele verlo, me duele haberlo hecho.
Me duele no saber cómo empezar de nuevo, me duele no querer empezar.
Encadenado a repetirme, a arruinarme, a insultarme de nuevo. Divorciado de mí.
Áspero. Estúpido egocéntrico, lleno de violencia reprimida, y tan pero tan pero
tan vulgarmente triste: no sos mucho más que nada. Corré a abrazarla o tené la
humildad suficiente para aprender de este dolor tan insoportable, de estas
lágrimas espesas, de este ahogo perpetuo. Y hacelo en silencio.
• El encargo (por Leandro Ramos)
A Gerardo se le ocurre que son los edificios los que se mueven sobre
las veredas cuando apura el paso. Es el empleado ideal y camina de memoria.
Entre sus manos hay un encargo a nombre del jefe, un tipo con mucho gel en las
ideas y asociado de una multinacional. Gerardo se detiene en el semáforo. Ese
día algunos problemas personales lo encuentran de mal humor en las tareas que
cumple a diario sin cuestionar y sin retraso; desde temprano un estrato en su
mente amontona odio mientras su cuerpo se desenvuelve con habilidad en la
ciudad. Semáforo en verde, le faltan tres cuadras para llegar a la oficina
central del Abasto. Falta poco para dar fin al encargo y aminora el paso. No
sabe lo que lleva entre manos, es una caja, eso sí, pero lo que hay dentro permanece
desconocido. Se le ocurre algo y se predispone a escupir dentro de ella. Saca
la cinta adhesiva con cuidado y antes de abrir las solapas de cartón le acude
un prurito moral, su contenido puede ser de importancia y no sería capaz de
ensuciar su buen trabajo por un arrebato que no serviría de nada. Es totalmente
idiota de su parte.
Hace seis meses que cumplió los veintiún años, todavía vive en una
pensión con sus padres y no terminó el secundario, sólo la gracia de un tío
suyo le ha conseguido este puesto en la empresa y verdaderamente lo necesita.
Con algo de sobriedad reconsidera la pequeñez de sus problemas personales y
continúa su camino. No sabe qué es lo que estaba mirando cuando pisa el
excremento de un perro. Está a una cuadra de las oficinas donde tiene que
entregar el pedido. Unos metros antes, en la entrada de un gran edificio de
departamentos, se detiene y en el poco césped que rodea un árbol intenta
limpiarse bien el zapato. No puede, la caca se le había corrido al costado de
la suela. Recuerda la noticia que anoche le había dado su novia, estaba
dispuesta a abortar su embarazo. Gerardo intenta pensar en otras cosas, en el
partido del finde, por ejemplo. Pero entiende que, hasta que consiga una
solución, necesita de pequeñas descargas. Se vuelve disimuladamente a la
entrada del departamento vecino, abre las solapas de la caja y escupe su
amargura dentro de ella. Se recompone. Respira hondo; nadie lo vio. Cierra la
caja de nuevo y la entrega.
• Yo también soy Damián Toledo
(por Martín Estévez)
Por si no la saben, cuento la historia. Hoy, Chacarita se estaba yendo
al descenso. Necesitaba ganar y perdía 1-0. Empató sobre el final y en el
último minuto tuvo un penal a favor. Si lo metía, concretaba la épica hazaña de
salvarse. Si no, quedaba condenado al doloroso infierno del descenso. Alguien
tenía que hacerse cargo de ese penal, de esa bomba a punto de explotar. Ese
alguien fue Damián Toledo.
Hasta hoy sabía poco y nada sobre él, pero me alcanzó con lo que vi.
Damián agarró la pelota mientras los hinchas gritaban histéricos. Tomó carrera
y le pegó como supo, como pudo, con la fuerza que el miedo no le había quitado.
Y atajó el arquero. Me reconocí en su cara en el instante posterior al penal
errado. Me vi reflejado en los ojos perdidos, en el alma frágil, en el frío en
el cuerpo. Hoy, yo también soy un poco Damián Toledo.
Para que entiendan cómo se siente Damián Toledo, cómo me siento yo, hay
que explicar una cosa: en el mundo hay tortugas y dragones. Existen muchos
otros animales, pero hablemos de estas dos especies.
Las tortugas pasamos el 99% del tiempo en nuestro caparazón, asomando
solo la cabeza y las extremidades. Por eso, cuando alguien siempre tiene fríos
los pies y las manos, no crean en el tonto mito de la mala circulación de la sangre:
en realidad, es tortuga.
Acostumbradas a analizar con paciencia cada acción, las tortugas nos
sabemos frágiles y repetidas: cada tortuga se parece mucho a las demás. Hemos
hecho excursiones temporales fuera del caparazón y salimos lastimadas. Muy.
Aprendimos a valorar el calorcito de la casa propia, el silencio, la paz.
Aprendimos a convivir con nuestros miedos sin molestarlos.
Los dragones, a diferencia de las tortugas, no son de verdad. Como
todos sabemos, las tortugas existen; los dragones, no. Ser dragón es una
construcción artificial: el dragón es en realidad cualquier otro animal, pero
sostiene su disfraz de dragón sin importar las consecuencias. Los dragones son
agresivos, avasallantes, conquistadores. Parecen no tener miedo y, si lo tienen,
lo disimulan con brillantez. Se consideran únicos, incomparables. Los dragones
compiten, y casi siempre ganan.
Cuando una tortuga está en presencia de un dragón, siente incomodidad;
cuando un dragón está frente a una tortuga, siente indiferencia.
Yo sé lo que sentiste, Damián. Vi el fuego en tus ojos. Supe que, por
un segundo, fuiste dragón. Podrías haber mirado para otro lado, total eran once
los que podían patear. Podrías haberte quedado dentro de tu caparazón y
observar sin riesgos el final de la historia. Pero vi el fuego en tus ojos. Te
hiciste cargo de tu destino y del de los demás; como en la escondida, libraste
por todos los compañeros. Y te salió mal.
A mí me pasó lo mismo. Llevo largo tiempo siendo tortuga, más por
fatalismo que por elección; las tortugas somos tortugas, no cuestionamos eso.
Pero ayer sentí el fuego. Una cosquilla que empieza siendo llamita y se hace
fogata, y se hace volcán, y se hace erupción. Es un fuego incontrolable e
instintivo, imposible de explicar desde nuestro tortuguismo.
Ayer fui dragón por un ratito. También levanté la mano y dije “pateo
yo”. Me hice cargo de esta reputísima vida de tortuga por una vez. Un fuego que
no sé controlar y me asusta, un fuego peligroso y para nada artificial, un
fuego que me puede hacer mierda. Soy esa tortuga que fui toda mi vida, pero soy
también este fuego.
Damián y yo corrimos a la pelota creyéndonos dragones y pateamos como
tortugas. Lo arruinamos todo. Por eso sé lo que sentiste, Damián, porque yo
también lo sentí. Los dientes apretados, el cuerpo tensionado al mango, el
mareo, la cara contra el pasto y la mueca cruel de ver tu caparazón a un
costado, vacío.
No vas a tener hambre en estos días, ni ganas de coger. Ni siquiera de
putear. Vas a tener pesadillas y a despertarte transpirado. Vas a lamerte las
heridas, avergonzado, adentro de tu caparazón. Pero es mi obligación, como
tortuga, decirte que no hay nada que lamentar. Que, así como ni vos ni yo
elegimos ser tortugas, tampoco elegimos el fuego. No era como el de los dragones,
no era un fuego artificial: era de verdad. Los dragones juegan con fuego porque
saben que se van a quemar los demás. Las tortugas, Damián, jugamos aunque lo
más probable sea que terminemos con quemaduras de tercer grado en el corazón.
No digo que sea bueno lo que nos pasó. Digo que es inevitable. Yo
también ahora tengo los dientes apretados, el cuerpo tensionado y la cara
contra el pasto. Pero valió la pena por ese segundo de fuego. Después todo se
fue a la mierda, pero ¿qué importa? El caparazón está ahí, imperturbable a las
llamas y a los golpes. Lo otro, esa hermosura que sentimos por un instante, esa
osadía de querer influir en la historia, de comernos el mundo, es lo que le da
sentido a nuestra existencia. Nuestra existencia de tortuga, de dragón o de
simples seres humanos.
Lo único importante es que la próxima vez que sintamos esa llamita
volvamos a animarnos. Que tiremos el caparazón a la mierda y salgamos a vivir.
Vos te animaste a patear, yo también. Un día, Damián, creéme, la pelota va a
entrar. Un día, te lo juro por mi alma, las tortugas y su fuego reinarán.