Texto
de Martín Estévez. Ilustración de Leandro Ramos.
Todo empezó con Jorge Díaz. Estábamos en 4ºC, turno tarde, y Graciela
Tacconi, nuestra maestra, explicó por qué a veces le compraba un alfajor a
Jorge. Era cuando le preguntaba qué había comido durante el día, y él respondía
“nada”. Jorge, que hasta ese momento era un flaquito malo que nos podía fajar
con una mano atada, dejó de ser un villano. De algún modo, comenzó a parecerme
casi justo que nos cagara a trompadas. A él, el mundo le venía pegando desde
mucho antes.
Terminé 9º grado en el ’98. Mis compañeros ya habían perdido la
ingenuidad y empezaban a fumar porro. Mauro había salido en el diario por
llevar revólver a un colegio; poco después se caería de un techo en un intento
de robo y empezaría un tratamiento para dejar de drogarse. La última vez que lo
vi fue hace ocho años; me visitó para contarme cómo iba su recuperación. No sé
qué fue de él.
A partir de los 18 años empecé a frecuentar sectores sociales muy
opuestos. Cuando Tati me convenció de que estudiara en una universidad privada,
me sentí incómodo. Mis compañeros... ¿cómo decirlo? Eran de otra clase. Yo
nunca había pasado hambre, pero para viajar (la cuota sí me la pagaban)
repartía volantes y, al principio con ayuda de mi abuelo Víctor, vendía diarios
y cartones.
Las relaciones de pareja también me transformaron en esto que soy.
Primero tuve una novia hermosa que sufría las desigualdades sociales. El método
para comer en su casa era el siguiente: los cinco integrantes de la familia
ponían las monedas que tenían, ella iba a la carnicería, dejaba las monedas
sobre el mostrador y le pedía al carnicero que le diera milanesas, las que
alcanzaran con esas monedas. A veces no eran más de tres.
Después tuve una novia todavía más hermosa que luchaba contra esas
desigualdades sociales. Que militaba, que se conmovía, que ponía en práctica
cosas que yo, siempre tan apático, sólo manifestaba en teoría. Tal vez fueron
demasiadas las veces en las que nos olvidamos de acariciarnos para discutir
sobre comunismo, sobre la función del Estado o sobre movimientos piqueteros,
pero no me arrepiento de que haya sido así.
En el medio, empecé a ir a las marchas de las Madres de Plaza de Mayo,
a las de la Noche de los Lápices, a las del 24 de Marzo. Compartí muchas horas
con imbéciles terratenientes, con dueños de campos de polo, pero también con
integrantes de La Poderosa. Escuché a los cómplices del sistema quejándose por
los cortes de ruta, contra los valientes que luchan por nuestros derechos,
mientras me interiorizaba en las ideas del Frente de Organizaciones en Lucha y
veía a la injusticia social más de cerca. Me anoté en una universidad pública
con el único fin de aprender y compartir. Debatí con los del centro de
estudiantes, con profesores, con compañeros. Me entusiasmé con la sociología,
con Marx, con Foucault, con Adorno, con Althusser. Entendí que lo que me pasa
desde los 9 años, la incomodidad de tener cosas que otros no tienen, la
sensación de que, aunque me cagara a trompadas, Jorge no tenía la culpa de
nada, no era un trauma mío, sino una consecuencia de miles de sucesos que
ocurren desde hace siglos. Supe que no soy el único que tiene más ganas de
cambiar eso que de conocer Estados Unidos.
Ahora puedo decir, desde mi corazón y desde mi cabeza, después de
pensarlo y de sufrirlo, que los que piden cárcel para chicos de doce años, que
los que creen que las personas son mejores o peores según su nacionalidad, que
los que se sienten superiores a otros no son ni serán nunca más mis amigos.
Aunque me duela, los que dicen que quienes reciben planes sociales no quieren
trabajar, los que repiten las pelotudeces que escuchan en televisión y creen
que la culpa es siempre de los demás van a perder puestos en mi ranking de
Personas Que Quiero hasta desaparecer.
Ya tengo algunas ideas claras, y no desde el capricho, sino desde el
conocimiento. Me animo a debatirlas durante el tiempo que quieran, del modo y
en el lugar que quieran, con todo el respeto y paciencia que me quedan. Tengo
claro que nunca será justo que haya personas trabajando mientras otras viven
del trabajo de los demás. Y no me refiero a los desocupados, entiéndanlo de una
vez: me refiero a esos hijos de puta de traje y corbata que parecen tan
respetables, a los hábiles empresarios que no son más que explotadores que nos
esclavizan, a imbéciles a los que votamos por su piel blanca y sus ojos claros
mientras son cómplices de la trata de personas, de la violación de menores de
edad, de la corrupción en sus formas más abyectas.
Todo empezó con Jorge, con un sistema que mortificó a su familia hasta
dejarla sin fuerzas, sin respuestas, sin nada para comer. Y siguió con una,
dos, trescientas pruebas de que los robos, los asesinatos, la discriminación y
esta enorme tristeza son culpa de elegantes y caritativos hijos de puta
enfermos de sexo comprado, de cocaína y de barrios cerrados. Pero, por suerte,
en estos años más amigos del dolor que de la alegría, encontré a muchas, muchas
personas que me enseñaron por qué no hay que abandonar, por qué no hay que
olvidar, por qué hay que seguir luchando y luchando y luchando hasta que nos
brillen los ojos: hay que seguir por ellos, por los abandonados, por los
olvidados, por los que, solos, tristes y cansados, necesitan mucho, muchísimo
más que un alfajor.
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