domingo, 26 de enero de 2020
El peso de la langosta
Texto: Martín Estévez / Portada: Matías Arias
Gaby y Alberto están en su casa mirando un libro. Gaby es amiga de mi mamá y Alberto es su esposo. El libro está repleto de banderas. Yo tengo 7 años y los miro esperando que vuelva a suceder. Y sucede. Otra vez.
“¿Ésta es de algún país árabe, no?”, dice ella. “Puede ser. Siria o alguno de esos”, dice él. “Tailandia no es. ¿Y Pakistán?”, dice ella. “¿Seguro no es de Europa?”, dice mi mamá.
–Mozambique –digo yo. Y todos miran asombrados.
La situación se repite todo el tiempo. No el hecho de ir a lo de Gabriela, sino que me miren con asombro. Por exceso de tiempo libre, yo memorizo datos inútiles: diseños de banderas africanas, la programación de ATC, el plantel de Ferro, canciones de Los Rodríguez. El hecho, de tan cotidiano, me es indiferente.
–Después cuando llame tu mamá pedile su número de documento –me dice Elvi.
–Dieciocho siete cuatro dos siete tres cinco –le respondo sin quitar la mirada de la Croniquita.
Mis conocimientos no habían incomodado a nadie hasta esta tarde de domingo en la que Diego revisa las cartas de Lucha Fuerte con desdén. Diego tiene 14 años y es mi primo. Lucha Fuerte es un programa de catch barato que miro por televisión. Yo estoy en la mesa familiar esperando que vuelva a suceder. Y sucede. Otra vez.
–Si te toca la carta de Gibor cantás la edad y ganás siempre –se queja Diego–. ¡Tiene 125 años!
–Kruel tiene 140 –digo con voz casi imperceptible–. Y Robox, 150.
Y todos miran asombrados.
Treinta y cuatro segundos después, Diego ya me apostó 5.000 australes a que no puedo decirle todos los datos de las cartas. Está seguro de que en alguna voy a fallar. Acepto sin darle demasiada importancia.
–El ninja negro. ¿Peso? –dispara Diego.
–82 kilos –respondo.
–El Charro Santana. ¿Estatura?
–1,70.
–Enrique Orchessi. ¿Levantamiento de pesas?
–150 kilos.
–Papa Pacífico. ¿Edad?
–48 años.
Diego empieza a transpirar y a pensar en cómo conseguir 5.000 australes. Los otros ocho integrantes de la familia me miran orgullosos, deseando mi victoria. Soy el más chico, y eso genera simpatía.
–Iván Kowalski. ¿Estatura? –1,78.
–Rasputín. ¿Levantamiento de pesas? –143 kilos.
–El tiburón del Caribe, ¿edad? –43 años.
El triunfo está asegurado y sonrío burlonamente. No hay chances de perder. Queda sólo una pregunta y Diego la hace con resignación.
–La langosta. ¿Peso?
La sé. Claro que la sé. Sé que la langosta pesa 73 kilos, cinco más que Don Pepo, 47 menos que William Boo. Levanto la cabeza con soberbia y lo veo a Diego, molesto, herido, derrotado. Si hasta este momento las cosas que yo recuerdo no han hecho daño, eso está por cambiar. Diego está sufriendo.
Me detengo. Se hace un silencio. Un silencio largo. “No la sabe”, susurra Chuna.
Entiendo de pronto que si respondo correctamente, si gano esos 5.000 australes sin esfuerzo, seré siempre un burdo buscador de asombro, un recolector de datos inútiles, un desdichado que quiere llamar la atención.
Si respondo correctamente seré un cobarde que le temerá a la ignorancia. Durante los interminables años que me queden de vida intentaré acumular conocimientos para que me quieran.
Si digo el peso exacto de la langosta me regocijaré sintiéndome mejor que los demás, sin darme cuenta de que mi bolso lleno de datos inútiles estará vacío, o peor aún: lleno de ausencias y de soledad.
Si no respondo, en cambio, si digo un número cualquiera, si simulo que los nervios me derrotaron, si me permito perder, elegiré otro camino. Diego no se sentirá humillado por un chico de 7 años, mi familia no esperará siempre que lo sepa todo, no nadaré durante décadas en una infundada soberbia.
Si respondo mal pierdo 5.000 australes pero gano libertad: me quito de encima las miradas, las obligaciones, las ganas de todos de que les cuente que Qatar y Ghana no sólo son países, sino que jugaron el Mundial Sub 17.
Dejo la cucharita, dejo el bizcochuelo y los miro a ellos, a nueve personas que no saben que en este momento estoy definiendo buena parte de mi vida. Que en el instante en que responda estaré condenándome a acumular millones de datos inútiles para caer bien; o decidiendo una vida feliz donde no me importe la mirada de los demás, donde no me sienta avergonzado por cada uno de mis defectos. Respiro. El silencio ya es insoportable. Diego está por insultarme y siento calor en la cara. El momento llega. Alguien mueve una silla. Respiro de nuevo. Miro al vacío e intento que no me tiemble la voz.
–73 kilos –respondo.
domingo, 19 de enero de 2020
Ellos dos
Por
Leandro Ramos
Juntos
o, mejor dicho, a la vez, quedaron en verse sin haberse visto nunca. Trataron
de que fuera algo mas bien casual, sin tantas vueltas. En un principio, Él
pensó en un bar o un café, pero a Ella la idea no le gustaba, quería para ellos
algo verdaderamente especial e insistía con la idea de algo espontáneo. Él
propuso entonces que para verse por primera vez deberían irse de la ciudad por
separado, en un supuesto viaje personal de ambos y, de esta forma, encontrarse
en otro lugar. Pero Ella pensó que era una idea demasiado exagerada para la
cita que tenía en mente y propuso entonces que el encuentro fuera en una
sencilla parada de colectivo. Él estuvo de acuerdo en casi todo, menos con la
idea de permanecer de pie durante el encuentro. Atenta, Ella propuso una idea
que lo conformó en absoluto. La parada en cuestión terminó siendo aquella del
quiosco grande, frente a la mueblería, donde Ella toma el 303 al trabajo y
donde Él suele pasar a diario. La hora fue pensada con similar condición y
algunos vaivenes. Él supuso que las 18:00 era un buen horario, pero a Ella no
le gustaba y quiso que se vieran a las 13:00, creyendo que una cita casual
debía darse en un horario más bien grisáceo. Fue entonces que, sin hablarse
siquiera, quedaron en verse.
Tanto
uno como otro intuían su presencia pese a estar alejados, y se seducían con
pensamientos de aire. La luna jugaba con la luz del sol y encendía los
pavimentos del mundo, pero no adivinaba la lluvia de mañana. Ellos, acostados,
pasaban revista a los rostros soñados, pero en ninguno de ellos estaba la cara
del otro. No intentaban imaginarlo porque sabían que la posibilidad de tener
alguna certeza era totalmente vacía. Entonces, Ella cerró los ojos sin
expectativas, y luego Él.
Un viernes de llovizna. Él partió de su casa cuarenta
minutos antes de la una de la tarde, la hora exacta de lo inexacto y lo
imaginado. Ella lo hizo menos cuarto. Tanto Él como Ella se dirigían al
trabajo. Ella, caminando a la parada del quiosco, pensó que hizo bien en
vestirse con la ropa diaria, y Él, sentado ya en el 707, no se mostraba muy
ansioso por tan inesperado encuentro. En la ventanilla del colectivo las
gotitas también se encontraban entre ellas y, contra el vidrio, se citaban sin
conocerse las unas a las otras y en medio de su viaje al piso. Mirando, Él
pensaba que cada una de ellas acercaba la hora de su propio encuentro, que
podría haber sido aquella fijada u otra cualquiera. Si algún pasante los viera
sería incapaz de reconocer en ellos a dos posibles enamorados. Él recordó a una
chica que en su escuela lo había enamorado de amor lejano y que era hermosa,
pero la convicción total de que no habría coincidencias con Ella lo mantenía alejado
de cualquier preocupación. Ella sacaba cuentas y se percataba de que llegaría
tarde al trabajo porque su hora de entrada era a las 13:30. Deseó que el 303
llegara pronto.
Él
mira un reloj de cuero. La cita de ocasión está lista para darse. Cinco minutos
faltan para las 13:00, pero lo mismo daría si faltaran más o menos porque ellos
se encargan con eficiencia de ignorar que Él la verá a Ella y que Ella lo verá
a Él. No hay expectativas ni ilusiones. De hecho, no está permitido ningún pensamiento
precedente acerca del asunto en cuestión, ya que el mismo daría por nula cualquier
posibilidad de sorpresa. Prudentes y con vida, ambos confluían hacia la parada
del quiosco grande por caminos distintos y sonreían sin saber nada. Lo
imprevisible es esencial, aunque sea de imitación. Y por lograrlo se olvidaban
del encuentro, de la hora, e incluso de ellos mismos.
Él mira por el vidrio y distingue la parada del quiosco
grande. Allí está Ella, que lo ve pasar. El 707 no se detiene. Ellos dos se
miran entre el agua del cielo y se desean. Segundos. La cita concluye sin más.
Y ellos se olvidan sin saber que con ellos también se chocan otras gotas de
lluvia en el parabrisas de la ciudad.
sábado, 18 de enero de 2020
La caída
Texto
e ilustración: Leandro Ramos
Cansado de ver su misma
imagen en el espejo, se decidió a cavar un pozo sin término; una vez concluido,
se arrojó dentro de él.
El movimiento lineal de
arriba hacia abajo que implica toda caída se hace incómodo si es continuo y se
perpetúa en el tiempo sin que nada lo detenga. Él lo supo muy pronto y buscaba
las posiciones más favorables para su cuerpo, pero pronto el hábito se hizo
costumbre, y sólo se dejó caer.
En un principio tuvo frío y
con los días vino el hambre. Comió algunas lombrices que caían como él. Sin
sospecharlo siquiera, muchos pequeños insectos caían en mitad de su tranquilo
paseo subterráneo al encontrarse de súbito con aquel agujero sin fondo. Con el
tiempo pudo hasta prescindir de ellos, sus movimientos eran tan ínfimos que ya
no necesitaba alimento alguno y olvidó el hambre.
La importancia y la noción
del tiempo las dejó allá lejos, en la superficie, por lo que olvidó también la
frecuencia de los minutos, las horas, los días y los años. Pero el transcurso
temporal no le pasaba del todo desapercibido conforme su barba crecía y se
hacía más y más larga. La alternancia entre escarabajos y saltamontes le
advertía, además, el paso de las estaciones del año.
Con tal de sentir compañía,
les ponía nombres a muchos de aquellos pequeños individuos, nombres que
olvidaba al rato o trastocaba sin que ellos mismos se dieran por aludidos,
continuando con uno la charla que había comenzado con otro.
Pero pronto se cansó
también de ellos y no pronunció más palabras.
En otro de aquellos días,
una pequeña piedra, que ignoraba las leyes físicas que igualan la velocidad de
los cuerpos en caída libre, vino a estrellársele en la cabeza produciéndole un
dolor tan intenso que se vio impelido a rememorar el desahogo que produce el
grito. Pero no pudo. Ya no recordaba el sonido de un grito. Y se percató de
que, a su vez, el silencio también se volvió infinito.
Asimismo olvidó la luz. Sus
ojos aprendieron a distinguir entre matices de negro. La noche abisal inundaba
el pozo y su alma sin fin.
Para no morir, evitaba
olvidarlo todo. Se aferraba a algunas ideas y palabras esporádicas que flotaban
indefinidas en su mente. Hacía grandes esfuerzos por pronunciarlas en voz alta,
pero ya no le salía. Los esfuerzos se tornaban dolorosos.
Se revolvía en su memoria,
eso sí, la imagen de una vida errante en un mundo donde el suelo no le permitía
a uno caer, el egoísmo de perpetuarse en una vida estática y habitar un único
cuerpo, ser dueño de un estómago que no come insectos, la injusticia de
distribuir la luz del sol, la belleza momentánea de la música en los oídos.
La caída, prevista como un
proyecto de vida segura y un refugio de sí mismo, comenzaba a mostrarle todo el
rigor de su obstinación. Comenzaba a prefigurar en ella su propia muerte,
muerte inútil, además, porque no significaría descanso alguno. Entendió que, aun
muerto, seguiría cayendo.
En su cabeza y avanzando
despacio, una cosa como una larva se estrujaba y se retorcía. Era algo
indefinible, reprimido, algo de su vida anterior, su vida olvidada. Quizás un
recuerdo palpable, concreto, que por tal se borró de su memoria. O tal vez no,
no estaba seguro, quizás fue un sentimiento o una idea. Acaso algo no
entendido, tan cotidiano como la caída de un pétalo.
Mientras, transcurría el
tiempo ignorado, la enfermedad atacaba los pocos vestigios físicos que le
quedaban. Costras de piel seca, causadas por el constante castigo del aire en
movimiento, hacían que su cuerpo se desprendiese lentamente de él. A su vez, su
mente languidecía en la búsqueda de aquella certeza, aquel origen oscuro que
presionaba su cabeza desde adentro. Sin darse cuenta, como las luces variadas
de un letrero luminoso que se prenden de a momentos y se intercalan en un ritmo
forzado, en su cabeza surgían recuerdos lejanos: aquel trabajo mediocre, el sol
opaco de todos los martes, el nombre de una mujer ordinaria, la muerte de un
hijo, chicos en la calle, banderas sin colores…
–Todo lo inútil desaparece
en los profundos pozos –pensó, mientras olvidaba y caía.
viernes, 17 de enero de 2020
El último clásico
Texto: Martín Estévez. Diseño: Fernando
Delmonte.
En épocas
en las que yo todavía usaba guardapolvo, en casa eran todos de Racing. Corrijo:
se habían hecho de Racing por cariño a mi tío, a mi primo y a mí. Por eso,
cuando se jugaba un Racing-Boca, todos queríamos que ganara Racing. Todos menos
mi abuelo Víctor: él hinchaba por Boca, gritaba los goles, nos desafiaba.
Yo pensaba
que era para molestar, pero hace poco entendí que no. Que Víctor lo hacía para
incentivar nuestro fanatismo por Racing dándonos un rival, un archienemigo. Si
todos hubiéramos sido de Racing, los partidos habrían sido aburridísimos. No hay
nada más tibio que una conversación en la que todos piensan igual. No tiene
gracia un juego donde todos queremos que gane el mismo. Sí: Víctor era de Boca
solamente para que nosotros fuéramos
de Racing.
El nivel
de complicidad era enorme: durante el partido se gritaban los goles y,
enseguida, se pedían las disculpas correspondientes. Pero se gritaban. Y
durante los seis meses siguientes, todas las benditas mañanas, el último
ganador recordaba el resultado con algún comentario burlón.
–Ay, Martín... ¿cuándo ganarán? –me decía Víctor
después de un 4-0 de Boca.
–Ya les ganamos –respondía yo con
injustificado orgullo–. Acordate del 6 a
4 en el ‘95.
Durante
los noventa minutos que duraba el partido reinaba la paz. Siempre había un
bizcochuelo, unos cafés y más de seis personas frente a la televisión. O
tardecitas sentados frente a la radio. Con él compartí el 6 a 1 que, a Boca, lo
dejó a un paso del título en el Clausura 91; y a mí, a un paso de la depresión.
Con él compartí ése y treinta y siete clásicos más.
A
principios de 2010 supe que a Víctor le quedaba poco tiempo de vida. Una
enfermedad avasallante y brutal se le había instalado en el cuerpo para no
irse. El último clásico lo jugamos el 6 de marzo de 2010. Y yo sabía que era el
último. Faltaban seis meses para que volvieran a enfrentarse y Víctor no iba a
llegar. Ya no podía levantarse de la cama y había perdido parcialmente el oído
y la vista. Me acosté al lado suyo y, por primera vez, no supe por quién
hinchar. Me dediqué a relatarle el partido bien fuerte, a decirle cuánto tiempo
faltaba, a hacerle creer que no le dolía todo.
Boca hizo
el 1-0 enseguida y yo aproveché para enojarme y poner mala cara. En realidad
estaba enojado porque mi abuelo se estaba muriendo, pero había que disimular
para no levantar sospechas. Yo quería ser bueno e hinchar por Boca, para que
Víctor se pusiera contento aunque no tuviera fuerzas para festejar, pero me
costaba mucho desear contra Racing. Encima, el empate nos dejaba complicados
con el descenso.
Peor me
sentí cuando Racing dio vuelta el partido y se puso 2-1. No puedo negar que,
por dentro, lo deseaba. Yo quería ser bueno, pero antes que bueno era hincha de
Racing. Debería darme vergüenza. Durante el segundo tiempo tuve ganas de
llorar, de ver el partido, de hablar con Víctor de otra cosa y de irme, todo
junto y sin pausas.
Seguía
diciendo sin parar que iban 19, que Racing iba a hacer el tercero en cualquier
momento, que el partido era emocionante. Cuando faltaban diez minutos ya no
podía relatar porque tenía un nudo en la garganta. Pero no llorar cuando
estabas con Víctor era sagrado. Ya no me importaban una mierda Hauche, Riquelme
ni los promedios. Me le acerqué al oído, como para que no escuche nadie más, y
le dije:
–Ahora viene el gol de Boca, Babu, ya vas a ver.
Yo quiero que empaten así estamos contentos los dos.
Le
acaricié la mano derecha y la frente. Y le sonreí la última sonrisa sincera que
me quedó hasta su muerte. El mundo se hizo silencio y yo comprendí que se nos
iba el Racing-Boca, los veintiséis años compartidos, la vida. Nunca más nadie
iba a ser mi archienemigo. Si me despedí de Víctor muchas veces, ésa fue una de
las más dolorosas.
Corrían 42
minutos del segundo tiempo y el empate de Boca era inminente: nos estaban
peloteando. De pronto, Babu me tocó. Me acerqué y, con el hilo de voz que le
quedaba, me dijo:
–Yo quiero que gane Racing, Martín. Yo quiero
que gane Racing.
Le agarré
la mano de nuevo, fuerte, y seguí relatando hasta el final. El equipo aguantó
como pudo; Racing ganó 2 a 1. No sé de dónde sacó fuerzas, no sé de dónde saqué
fuerzas, pero él y yo festejamos juntos, sin nadie alrededor, de la manera que pudimos.
Dos meses después, Víctor murió. Desde entonces, no hay burlas a la mañana, ni
canciones de cancha, ni sonrisas compartidas. Desde entonces, no hay
Racing-Boca para mí.
jueves, 16 de enero de 2020
El amigo que perdí
Por Martín Estévez
En primer
grado tenía bien claro que me esperaba una vida llena de vacíos y silencios, de
lejanías y miradas desconfiadas, de secretos forzados. A los 6 años no iba a
otro lugar que no fuera la escuela. Y en la escuela, dos grandotes de segundo
me cagaban a trompadas todos los días. Primer grado habría sido una mierda si
no hubiera estado David.
No nos
parecíamos en nada. David era más sociable, menos tímido, más normal. No tengo
idea de cómo nos encontramos. Algunos se encuentran enseguida, advierten en el
otro gestos, movimientos, formas de hablar que inmediatamente aprueban. Hay personas
a las que con sólo escucharlas quejarse de su psicóloga, las queremos. David
fue uno de ésos.
Más que a
ninguna otra cosa, en primer grado me dedicaba a ser prolijo, a pasar desapercibido,
a no dar indicios de psicótico. Excepto con David. Con él hicimos de cada
recreo un duelo personal. A las 13.50, a las 14.50 y a las 15.50, David y yo
nos transformábamos en enemigos. Ayudados por una bola de papel y cinta scotch,
y por los banquitos de cemento del patio, nos entregábamos a un duelo de
penales visceral y terminante: no había lugar para empates.
Cuando la
paridad persistía, el sonido del timbre nos resultaba ajeno. No puedo entender
por qué ni cómo, pero David y yo ignorábamos a la maestra con descaro. Ni la mirábamos.
Pateábamos penales hasta que la balanza se desequilibrara hacia algún lado.
Ganaba él o ganaba yo. Sin concesiones.
Una tarde
de mayo, la señorita Liliana intentó hacer valer su autoridad. Se acercó rauda,
caminando casi agachada para quedarse con nuestra pelota. David la miró fijo.
“Todavía no terminamos”, dijo. Ella balbuceó “cuando puedan, entren” y nunca volvió
a molestarnos.
Con David
no hablábamos sobre chicas ni sobre nuestros papás ni sobre nada que no fueran
los penales. Adivinábamos el estado de ánimo del otro por el modo de patear. Cuando
uno despedazaba el papel de un derechazo, el otro sabía que lo habían retado en
casa. Cuando uno apenas movía el pie por las ganas de llorar, el otro se dejaba
ganar para no profundizar la herida.
La primera
vez que hablamos sobre otra cosa fue un jueves de noviembre. La mitad de la
clase se arremangaba el guardapolvo por el calor, Adrián estaba por llorar como
todos los días. Mientras formábamos para entrar, David dijo: “Me cambio de
escuela”.
El viernes
7 de diciembre de 1990 no fue solamente la primera vez que comí Pepitos. Ese día, también, me despedí de
David. Esperé que transcurriera el acto de fin de año con un nudo en la
garganta y aprendí un saludo que repetiría muchas veces durante mi vida. Le
apreté fuerte la mano derecha y le dije “fue un placer”. Me respondió con la
mirada.
Las
vacaciones fueron un calvario por culpa de Flavia Palmiero. Yo no pensaba en
David
hasta que
Vane o Gaby ponían el cassette de La ola
está de fiesta. Estúpido cassette. Lo odié con toda mi alma. No me
molestaban El ratón Pérez o La ley del gallinero, pero cuando
llegaba la canción 6...
“Cuando
pasen muchos años y lleguemos a ser grandes me gustaría que sigamos como hoy”,
desafinaba Flavia en Somos amigos y
se me rompía el corazón. No es que me ponía triste: lloraba a lo bestia,
inconsciente de cómo dañaba mi hombría en ese acto. Fue la primera cosa que la
cultura machista llama de puto que
hice. Más adelante escucharía discos de Alejandro Sanz e iría a un taller de
teatro.
Tiempo
después confié torpemente en Gaby y le conté mi secreto. Encontré la burla más
aterradora: Somos amigos se repitió infinitamente
en casa, a todo volumen, con risas de fondo. Una y otra vez. Hasta que, de
tanto enfermarme, me curé. Y, como casi todo, David pasó al olvido.
El único
motivo por el que escribo esto, ahora lo descubro, es porque la de David fue una
historia trunca en mi vida. Cortada de golpe, serruchada sin prolijidad,
arrancada de la lógica. Si David hubiera seguido en la Escuela 29 nos habríamos
peleado en quinto grado. O sería policía, como Diego, y nos alejaríamos por
decantación. Pero no: David es siempre un niño de 6 años que no creció, no
engordó, no se volvió un adolescente idiota. David es el Che Guevara de mi
infancia.
Me tiene
harto, David. Yo, antes que a los amigos que se alejan llenos de gloria, a los
jóvenes que se retiran campeones, a las novias que nos dejan, a las cosas que pudieron
haber sido, brindo por otra cosa. Brindo por los que se quedan a remar conmigo,
por los que juegan a ganar hasta los 84 años. Brindo por las mujeres que nos
quieren hoy, por las cosas que sí fueron y (aunque no sean de miel) son
nuestras. Brindo por amigos imperfectos que me esperan aunque haga frío, por
los que saben que voy a perder pero igual sostienen mi esperanza. Brindo por
todos los que, en el medio de mis catástrofes y hasta que me muera viejo,
siguen leyendo estas palabras aunque nunca signifiquen nada.
miércoles, 15 de enero de 2020
Soy ladrón
Texto: Martín Estévez /
Ilustración: Natalia Figueroa
Me llamo
Ignacio, tengo 17 años, soy ladrón.
No lo era
cuando vivía en casa con mi vieja, con mi viejo, con Mica. Soy ladrón porque
quiero a Mica con toda mi alma, porque quiero que Mica me quiera. Mica es mi
hermana, tiene 5 años y sonríe más lindo que nadie en el mundo.
Hasta hace
poco, yo podía dormir. Hoy es la primera noche en la que no tenemos dónde.
¿Sentiste mucho frío alguna vez? Esperando un colectivo, caminando, donde sea.
Ese frío que duele, que lastima. Ese frío, mucho frío, lo sentí durante toda la
noche. No dormí. No puedo pensar. Tengo frío. Estamos en la calle. Mica y yo. Y
mi viejo. Tengo cartón encima y acabo de descubrir que el cartón no abriga.
Mica está tapada con toda la ropa que conseguimos. Duerme temblando.
Mi viejo
dice que van a ser unos días. Que pronto vamos a tener dónde ir. Yo voy
encontrar un trabajo y a sacarnos a todos de acá. No un buen trabajo: un
trabajo. Cualquiera. No me hace falta pedirle monedas a nadie. Y no voy a dejar
que Mica lo haga, nunca.
En sexto
grado fui abanderado. Ese día mi vieja vino a verme. Fue la última vez que la
vi sonreír antes de morirse. La de matemáticas me decía que tenía un montón de
futuro. Pero eso no le importa a nadie. Cortar el pasto, pasear perros, atender
un kiosco: parezco no servir para nada. No consigo ni un estúpido trabajo.
Ninguno.
Van 23
días pero parecen muchos más. Mi viejo empezó a juntarse con unos tipos en otro
lugar y aparece borracho, insulta, se va. Me pregunto de dónde saca lo que
toma. Ya ni habla de irnos de acá. Pedí monedas durante unos días y recibí
cientos de “andá a laburar”. ¿Dónde, dónde consigo un trabajo que me saque de
acá?
Cada vez
me siento más sucio: aunque me bañara durante una semana no me sacaría esta
mugre de encima. Mica sí consigue algunas monedas pidiendo. Las suficientes
para no morirnos de hambre. Ella me mantiene y yo me siento un inútil. ¿Qué
diría la de matemáticas si me viera ahora?
Tengo
algunos amigos por acá. Me dicen que hay que aspirar y robar. Que es la única
forma. Que tarde o temprano voy a darme cuenta. Pero yo no voy a robar nunca.
No soy como ellos. Y la única vez que aspiré pegamento, Mica me vio y se puso a
llorar. No voy a volver a hacer llorar a Mica. Nunca, nunca más.
¿Cuántos
días van? ¿60? ¿70? ¿Mil? Es igual, esto no tiene fin. No sé dónde está papá.
Rodri, el pibe que dormía acá a la vuelta, se juntó con una bandita y ya tiene
dónde dormir. “Dos veces por día”, me dice. “Manoteás dos carteras, dos
bolsillos, lo que sea, y ya está, tenés techo y algo para morfar”, me dice.
“Nunca maté a nadie, el arma ni siquiera está cargada”, me dice.
¿Vos qué
harías? ¿Qué harías si no podés dormir por tanto, tanto frío? ¿Qué harías si
sabés que no podés bañarte, si comés sólo a veces, si Mica ya casi no sonríe?
¿Qué harías? YO NO VOY A ROBARLE A NADIE. No voy a hacerlo. Voy a sacar a Mica
de acá y voy a poder mirarla a la cara. No voy a robarle a nadie. Nunca.
Necesito
40 pesos. Sergio dijo que por 40 pesos consiguió esa frazada increíble con la
que duerme. Que puede conseguirme una. Desde que la tiene, Sergio duerme de otra
manera. ¿Yo? Yo ya ni duermo. Cada vez hace más frío y no siento las manos.
Anteayer,
antes de que amanezca, pasó una vieja y no me vio. No sé qué buscaba, sacó la
billetera. Sólo tenía que sacársela y correr. Ni empujarla, ni asustarla: sólo
sacarle la billetera y correr. Y Mica hubiera dormido abrigada y sonriendo. Hoy
Mica cumple 6 años. La vieja parecía inmóvil con toda esa plata en la mano. Se
me pasaron mil cosas por la cabeza. Mica, y mi abuela, y Mica, y ser ingeniero,
y toda esa gente mirándome con miedo, y mi vieja, y Mica. No pude. No le robé.
Nunca voy a hacerlo. No voy a drogarme ni a robar ni a hacer nada que no pueda explicarle
a Mica cuando sea más grande. Perdón, Mica, por no poder regalarte nada en tu
cumpleaños. Perdón por tanto, tanto frío.
Anoche no
sólo llovió: anoche hizo más frío que nunca. No es que yo lo haya sentido, para
mí todos los fríos son iguales. Me di cuenta porque fue la primera noche en que
Mica no durmió. La abracé, le hablé, la tapé con todo lo que tenemos, pero
sentía sus hombritos temblar y sus ojos parpadeando. Mica no durmió en toda la
noche. No es un segundo de verla sufrir. Son dos, tres, cuatro. Diez, once, doce.
Cien, doscientos, trescientos. A cada segundo, Mica temblaba. Mil, dos mil,
tres mil. ¿Cuántos segundos dura la peor noche de tu vida? Que salga el Sol.
Que salga el Sol para que Mica deje de temblar. Es la primera vez que lloro desde
que murió mamá. Perdón, Mica. Perdón.
Son las
once de la noche y Mica está pálida. Hace tanto, tanto frío. La dejo con
Natalia, un ratito. Natalia sabe que no tiene que fumar delante de Mica. Le
hace mal. Me duele mucho la cabeza. Tengo las medias mojadas y van a tardar años
en secarse. Me pica el cuerpo. Todo el día pensando en Mica, en sus ojitos sin
dormir. ¿Cuánto hace que no sonríe? Necesito 40 pesos. Tengo 12 y los voy a
gastar pronto para que Mica pueda comer. Nunca voy a llegar. 40 pesos no significaban
nada antes. Pero, ¿cómo los conseguís cuándo no tenés nada para ofrecer? ¿Cómo?
Son las
once y media y ese tipo que habla por celular tiene plata en la otra mano. Y
está distraído. Mica. Creo que no me vio. Me acerco rápido. Mica. Sólo un manotazo,
lo que salga y correr. Mica. Mica. Mica.
“¡Hijo de
puta, chorro hijo de puta! ¡La puta que los parió, son todos iguales, negro de
mierda! ¡Chorro!”.
Escucho
los gritos del tipo y sigo corriendo. Freno, estoy agitado. 76 pesos. Mica va a
comer y va a dormir sin frío. Me tiemblan las manos, el cuerpo, tengo la vista
nublada. Pienso en mamá, en mi viejo, en la de matemáticas. Siento tanta
vergüenza, y miedo, y dolor.
Me llamo
Ignacio, tengo 17 años y, desde hace exactamente veinticinco segundos, soy ladrón.
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